Héroe de barro por Juan Martín Díaz

“Es ese tipo que está solo, sentado en la mesa de la izquierda tomando vino.”

Desde la esquina de enfrente y observando la ventana que da a la calle Nicasio Oroño, un joven le respondía a otro quién era José Luis.

Pensar que en el mercadito de la calle Fragata Sarmiento, legendario punto de encuentro del barrio, todas las señoras dedicaban buena parte de su estadía allí para recordar lo buen mozo que era y lo bien que jugaba antes de irse.

Era el campeón del barrio, del inter-barrios y hasta ganó más de un trofeo a nivel nacional. Hubo ocasiones en que el premio era repartido con los otros jubilados debido a que por momentos hasta vergüenza le daba haber ganado por tanta diferencia. La gente lo adoraba, por el barrio desfilaba triunfante y sin parar de saludar a los vecinos.

Le chiflaban en cada esquina, le regalaban fruta en la verdulería y pizzas en El Ombú, las mujeres morían por tener al menos una cita con Don José (quien ya era un Don Juan). Todas las mujeres, todas menos una: Lucrecia.

Lo hizo por su amor, por ella se fue a jugar a las bochas a Uruguay. Le habían prometido que si ganaba el torneo rioplatense se quedaba con algo así como al equivalente a 500.000 australes, lo suficiente como para arreglar el chiquero ese que tenía como departamento en la avenida Gaona; y poder ofrecerle dignamente a su bella pretendiente irse a vivir juntos. Pero no pudo con su genio, cuando volvió esa propuesta era imposible de realizar.

Corría el mes de enero, su llegada al puerto de Montevideo fue en perfectas condiciones. Un viaje más bien tranquilo. Pero ni bien José Luis bajó del barco tuvo que enfrentarse con la primera situación.

Al taxista que debía llevarlo hacia el hotel no le agradaron lo arrogantes y soberbios que le parecieron ciertos comentarios, debidos a que en un pasaje de la caliente charla con éste, José Luis ironizó sobre que el pueblo uruguayo era como el hermanito menor de Argentina, que eran una provincia, dijo. Esa definición fue suficiente como para que el conductor lo rajara del taxi en medio de un barrio con fama de peligroso, en donde además no llegó a caminar una cuadra que fue asaltado y tuvo que entregar el bolso en donde, además de la indumentaria oficial, llevaba la bocha reglamentaria. Sin dudas eso fue un mal entendido, el taxista no supo interpretar su ironía. De todos modos, José Luis, afortunadamente, pudo salvar los documentos y el dinero.

Entonces, solo, perdido, sin los requisitos básicos para competir, se largó a caminar hasta que encontró un bar en el cual observó que al fondo y por una disimulada puerta pudo acceder al salón de juegos. Luego de averiguar logró ingresar.

Modestamente, se dejó perder unos cuantos partidos de poker, hasta que le llega el ultimátum:

-Dale porteño, a todo o nada- roncamente le afirmó “viruta”, quien mandaba en ese lugar.

Tan solo 10 minutos después nadie podía entender cómo ese porteño se les había escapado con tanta plata.

-¿Cómo hizo?- le gritaba Viruta.

-Pero si ni siquiera lo vi salir- afirmaba Esteban atragantado.

José Luis pudo huir del lugar por la puerta lateral sin inconvenientes. Las pastillas de Alplax puestas disimuladamente en la ronda de vino que tuvo que pagar para ingresar en la mesa, hicieron efecto en los cuatro enormes matones.

Más tarde, lejos ya de tan peligroso escenario, José Luis logró llegar al hotel en donde tenía las reservaciones; por supuesto que nadie allí creyó semejantes historias, todos sostenían que el viejo se había olvidado el bolso en Buenos Aires.

Conseguir ropa nueva no le causó demasiados problemas, dinero tenía, lo complicado era obtener una bocha oficial. Era una bocha que sí o sí había que alquilar para usar en el torneo (tenía un logo imposible de imitar), por ende les prometió a los organizadores del mismo terminar de pagarla con parte del premio que seguro estaba de ganar. Por su parte los de la comisión aceptaron debido a que José Luis era uno de los favoritos.

Así fue, tan solo dos días después se alzó con el primer premio.

Fueron tres días en los cuales el viejo fue limpiando a todos los rivales, uno por uno, con una calidad inmejorable; mas no pudo escaparle a su mitomanía.

Todavía en Uruguay comenzó a sentir los primeros síntomas, la repercusión en el ambiente de las bochas fue enorme, tanto que no pudo disfrutar de los días que le habían regalado junto con el premio del campeonato.

Durante la tarde, en un elegante bar, mientras charlaba sobre su hazaña, todo se daba sin sobresaltos. Su intolerable dolor se presentaba en los momentos en los cuales se encontraba a sí mismo, hasta en esos veinte segundos que duraba el acto de orinar. José Luis transpiraba, temblaba, se ponía pálido; eran instantes que se le venían a la cabeza y no lo dejaban en paz.

Por la noche, en su cama, todo se agravaba un poco más, tanto que sentía que no podía dormir. Con su cara contra la almohada sólo repetía que nunca más volvería a hacer algo así, que ya no quería seguir haciendo trampa en sus partidas de bochas.

Todo empeoró una vez llegado a su barrio de origen allí José Luis fue doblemente idolatrado, tapa de la revista nacional de bochas, invitado a cuanta plaza hubiese para participar de campeonatos, charlas y seminarios con otros jubilados.

A Lucrecia ya ni podía hablarle, bajaba la mirada al pasar por su lado pues sentía que nada podía ofrecerle. Ella, por su parte, sólo esperaba a que el héroe del barrio le confesara su amor.

Poco a poco José Luis fue modificando su personalidad, transformándose en un ser cada vez más metido en su propio mundo. Dejó de responder a las invitaciones que le hacían, su aspecto comenzaba a dar una imagen desagradable. Había tardes en las cuales abandonaba sin avisar rondas de charla y juego.

Era tal la culpa que sentía que no podía encontrar la forma de confesarla. El viejo no sólo hizo trampa en Montevideo, lo hizo casi toda su vida, mostraba una imagen que en realidad no era, una imagen falsa.

El Torneo Rioplatense pudo con ese esquema de sí mismo que se había armado, la culpa fue devorando su autoestima cada vez más; al punto que hoy por hoy es posible observarlo hablar solo mientras camina. En el barrio nadie entendió bien qué era lo que había sucedido con el campeón, con el héroe del barrio.

La culpa por todas las mentiras lo hicieron alejarse de todo y de todos, aquel héroe, el de los mil invictos, el del Torneo Rioplatense, ahora solamente se refugia en su culpa, en su locura y en el vino; como si eso pudiera borrar su pasado.

Juan Martín Díaz

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