Mind the gap! por Aldo Vietri

Ni siquiera un rocker de irrefutable fama en el underground musical como Lou Reed, seguramente algo inquieto mientras esperaba algún atisbo de heroína de su dealer en el cruce de la Lexington avenue con la 125th Street en Brooklin, cuando aún for­maba parte de los Velvets[1], pudo eludir en “I´m waiting for the man” alguna sensación an­gustiosa inmediatamente después de huir del subway neoyorquino: Veintiséis dólares en mi mano /me siento enfermo y sucio, más muerto que vivo/ estoy esperando a mi hombre.

Tampoco el excéntrico Boris Johnson, periodista y político conservador inglés, pudo evadir en su application como potencial candidato para gobernar la ciudad de Londres “la mirada vacía de la gente emergiendo del tube después de otra miserable experiencia”.[2]

Tendría que ser catastróficamente paradójico, pero no lo es. Sentirse solitario, angustiado y abatido, ya de por sí muecas privativas del viajero urbano, aumenta geométricamente cuanto mayor cantidad de masa se desliza en una misma dirección. Y el subte, rarísimo fuera de una megaurbe, es el viaje urbano por defecto. Puede ser reconfortante abandonar el centro de una ciudad en pocos minutos aunque otros lo aborrezcan sin consuelo. El origen es el mismo.

El viajero subterráneo está profundamente narcotizado, el cuerpo se disocia del espacio, no sólo porque se mueve pasivamente, sino también porque las percepciones sobre el mundo exterior se hacen indescriptiblemente tenues. Pero también aparecen asociaciones enigmáticas y/u obvias. Las carpetas ocres yendo y viviendo de la estación Tribunales me amenizan la permanencia cínicamente así como también la fantasmal línea E.

Viajar así es una imposición social. Suena decepcionante, pero somos mucho más parecidos entre nosotros de lo que creemos.[3]El planificador urbano debe lidiar no sólo con destinos situados en una geografía urbana fragmentada y discontinua sino también con el deseo de liberar el cuerpo de resistencias que lleva aparejado el temor al roce[4].

O qué pasaría si los subterráneos fueran el único medio de transporte excluyéndonos a nosotros mismos y a todas las otras estaciones entre las cabeceras. Los barrios se desertificarían prontamente.

Viajar enfrentados en un vagón de subte proporciona ventajas técnicas pero una desventaja sociológica: la posibilidad de un contacto visual no deseado. Mediante la vista y el tacto corremos el riesgo de sentir algo o alguien como ajeno.

La velocidad que los cuerpos posmodernos pueden llegar a alcanzar podría haber sido prometida por el Iluminismo sin sonrojarse siquiera. Es condición sine qua non de la geografía extendida de las ciudades contemporáneas. Las pequeñas burguesías céntricas pudieron experimentar la vida en los suburbios gracias a las autopistas del planificador urbano Robert Moses en la Nueva York de los años ´30 o a las gerenciadoras privadas de autopistas en el Gran Buenos Aires de los ´90. El fin era demasiado parecido: escabullirse de la diversidad escapando apesadumbradamente de los desocupados de la Gran Depresión o de los negros cabeza que invadían insolentemente la París del Plata.

Para quien no pudo escurrirse audazmente de esa angustiosa realidad, casi lo único que quedó fueron el subte y sus miserias en forma de actores itinerantes, vendedores de inutilidades y mangueadores de diarios gratuitos. Funcionando como arterias para gente que no termina de despertarse y como venas para gente trágicamente extenuada, identificando en el otro la idéntica precarización laboral, sin siquiera acceder al mínimo morbo cínico que proporcionaría la posibilidad de advertir la burla grotesca que se le hace al tráfico en tiempo real.

Aquello que Georg Simmel[5] predicara en 1903 no deja de cumplirse. La ceguera conciente de un individuo urbano le permite resguardar un mínimo de su interioridad ante la catarata de impresiones sensibles que lo atestan cotidianamente. Para hacerle notar cualquier detalle o hueco fuera de lugar debe ser casi sorprendido en su buena fe. El audífono, el libro o el celular no permiten otra cosa que preservar la intimidad justamente cuando más rodeado se está. La indiferencia generalizada permite que uno pueda entregarse a lo más extravagante con la tranquilidad de que a nadie le interesará demasiado en una metrópoli.

A esta misma hora, ya cerca de las once de la mañana, se registra la mayor cantidad de suicidios en el underground londinense. Casi nadie lo notará, inmolarse no es algo demasiado excéntrico.


Aldo Vietri

[1] Lou Reed cofundó The Velvet Underground, banda de rock alternativo neoyorquina de los ´60.

[2] http://www.thelondonpaper.com/borisapplication.pdf

[3] http://www.clarin.com/suplementos/zona/2007/08/19/z-03615.htm

[4] Sennett, Richard, Carne y Piedra, Alianza Editorial, 1994.

[5] Simmel, Georg, Las grandes urbes y la vida del espíritu, 1903.

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