Trapo viejo por Juan Carlos Dall'Occhio

"Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los
hombres [...] Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy
los otros, cualquier hombre es todos los hombres"

Jorge Luis Borges en "La forma de la espada"



Entre todos los personajes que pasaron por la cancha de Tigre, hubo uno que particularmente siempre me llamó la atención. Se trataba de un viejito de alrededor de 80 años que solía ir con una bandera de tres metros abrazada al cuello con tanta pasión que conmovía a cualquiera. Portaba una boina marrón y unos lentes grandes que le cubrían casi todo el rostro. El tipo era callado. No acostumbraba a hacer comentarios durante los partidos. Llegaba, se prendía un Chesterfield y se sentaba a esperar en silencio. Cada tanto los socios más antiguos lo incentivaban con algún chiste como: “Che viejo, lavá ese trapo que más que atraer campeonatos atrae a las moscas”, pero él nunca respondía a las quejas. Algunos dicen que solía jugar en la Primera y que esa bandera se la regalaron un grupo de hinchas, otros sostienen que por una promesa en el ascenso del 84 no volvió a hablar de los partidos y se abrazó para siempre a ese trapo. Nada de eso, la realidad es que nadie se relacionaba con él, el anciano sólo cruzaba alguna que otra palabra con Andrea, la hija de uno de los miembros de la Comisión Directiva.

El último partido del campeonato de la temporada pasada me senté a su lado. Por su mirada profunda creí sentir que mi presencia lo incomodaba. Intenté congeniar con el viejo y acudí a un tema sencillo pero eficaz: Chacarita, el clásico rival. Alegué que ellos tenían un buen equipo, pero que en el siguiente campeonato nosotros nos íbamos a armar para pelear el torneo. Mi interlocutor asintió con la cabeza y agregó muy despacito que a ellos no les importábamos tanto como a nosotros ellos. Dicho eso se contuvo, su mirada se perdió en la tribuna visitante, como si algo ocultase.

El sol caía oblicuo sobre el monumental de Victoria. Las tribunas estaban cubiertas apenas veinte por ciento de su capacidad, pero las banderas rojas y azules ya habían comenzado su baile. Era temprano, todavía las divisiones inferiores no habían salido a jugar el segundo tiempo. Pasó el cafetero y compré dos vasitos para convidar al anciano. Bebimos en silencio. El estadio se llenaba de a poco. Varias veces amagué con hacer algún comentario, pero me frenaba en todos los intentos. El lo advirtió y cortó el silencio:

-Te voy a contar una historia pibe. Pero bajo la condición de que no me hables más después de lo que te cuente y lo mantengas en secreto.

Asentí con la cabeza. En la cancha hay códigos que deben respetarse y uno de ellos es la palabra. Pero hoy voy a hacer una excepción. Me enteré que el viejo falleció hace unos días y creo que su historia merece ser contada. Y esto fue lo que sucedió:

“A mediados de la década del 40, cuando Perón tenía mucho apoyo popular, mi deseo era ser uno de los pesados de la barra de Tigre. Admiraba el respeto que imponían y la pasión que tenían por el barrio. En ese entonces la política dividía a las hinchadas. La mayoría de los muchachos eran militantes comunistas que se habían volcado a la Unión Democrática para hacerle la contra a Perón, candidato a presidente por el partido Laborista. Pero el apoyo que tenía Juan Domingo en aquella época era muy fuerte, de hecho parte del vecindario había participado en esa colosal movilización de octubre. Como el presidente del club era dueño de una hilandería que fue tomada por los peronistas, prohibió el ingreso a sus militantes, entre ellos al padre de Juan Vicente.

Juan Vicente era flaco y parecía débil, me llevaba dos años pero parecía de mi edad. Tenía una mirada segura, como la de un guerrero. En su andar había cierto fervor que no era común en alguien que usaba pantalones largos hacía tan poco tiempo. El pibe tenía porte de líder, los guachos del barrio lo admiraban, él era el que siempre defendía la impunidad de la juventud. Pero en ese momento tenía otra ambición, otro desafío, como el mío: pertenecer a la barra del matador. Como yo era muy joven no podía ser parte de la hinchada y Juan Vicente era acusado de ser peronista como su viejo. Por eso, en un partido contra Morón que nunca olvidaré, decidimos hacer algo que nunca antes había hecho una hinchada: viajar a San Martín para recuperar un trapo que nos habían afanado hacía diez años en un clásico jugado en la cancha de Estudiantes de Caseros. Resultado: héroes.

A veces la vida te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo. Esa semana viajamos a otro mundo, a otras tierras: la sede de Chacarita. Todo era raro, las calles de aquel barrio extranjero tenía casas que compartían la terraza. Allí se asomaban los bordes de las piletas pelopincho y las señoras que colgaban la ropa; se escuchaba picar las pelotas de los chicos y las paredes mostraban sus ladrillos como esqueletos y desnudaban algunos revoques sin terminar. Los árboles tenían un verde apagado, frío. Los almaceneros mostraban un carácter soberbio y cortante. El estadio estaba rodeado por una inmensa pared blanca en las que apenes se leía un “EN SAN MARTIN MANDA CHACA”, sin colores ni vida. Nos mezclamos en la sede, dentro había un grupo de hinchas que estaban timbeando mientras se pasaban un vino tinto. Nos miraron profundo e intimidante. Por suerte Juan Vicente actuó rápido, como siempre, (si dudábamos mucho capaz que nos trompeaban) y enfiló para donde estaban jugando. Les pidió un trago de vino y comenzó a charlar. Mientras tanto yo chusmeaba el galpón. Era grande como un gimnasio, tenía unas goteras en la chapa con agua estancada de por lo menos dos meses, contra la pared había una barra mugrienta llena de botellas vacías y una inscripción enorme que decía “TIGRE GATITO COMILON”. Juan Vicente me llamó para que los acompañara en la conversación. Él, ingenioso, les inventó que nuestros viejos eran conservadores y no nos dejaban ir a ver a Chaca, pero como ya teníamos más de dieciséis años nos habíamos escapado, y que colgarnos de un paravalanchas de la popu sería lo mejor que nos podía pasar. “¿Por qué no vienen el sábado que viene con nosotros?”, nos propusieron... “Seguro”, contestó Juan Vicente, “el sábado a las tres nos encontramos acá”, confirmó. Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Así fue como nos mimetizamos con el enemigo. Partido tras partido nos íbamos metiendo más y más adentro de la hinchada del club -tanto que nos terminaron llamando “los chacaguachos”-. Descubrimos sus cantos de aliento y de guerra, su dialecto, sus costumbres y secretos, hasta finalmente dar con lo más importante: dónde guardaban las banderas. En casa tuve que decir que me había salido un laburito en una empresa de colectivos los sábados y no iba a poder ir a ver al matador, toda una aventura.

Después de cinco meses de farsa, llegó el sábado del clásico en Victoria. Yo estaba nervioso por el partido y por la movida que íbamos a hacer. Juan Vicente, en cambio, estaba muy tranquilo, disfrutaba como un príncipe heredero la idea de caer con el trapo recuperado antes de que empezara el partido. Habíamos planeado todo: primero fuimos temprano a la sede como todos los sábados, les pusimos unas pastillas laxantes a Omar y Raúl, los dos gigantes encargados en llevar las banderas. A la hora de salir, los monos se encerraron en el baño. El resto de la hinchada, ansiosa por el partido, insistían en arrancar. Nosotros, vivos, ofrecimos hacerle el aguante a esos dos desgraciados y les prometimos encontrarnos en el camino para entrar a la cancha con toda la banda. Cuando se fueron, cerramos la sede con Omar y Raúl adentro y escapamos con el coche y la bandera. El plan hubiese salido a la perfección si no fuese porque a cinco cuadras del estadio estaba uno de los micros detenidos por un control de policial. Los muchachos estaban abajo, arreglando la coima cuando nos vieron venir armaron una barricada como si supieran de nuestro plan. Juan Vicente, quien manejaba, encaró hacia donde estaban ellos. Sin comprender su maniobra le advertí: “¿Qué hacés boludo?, dobla y acelerá que nos matan”, pero no. El frenó. Yo saludé a los muchachos con mi mejor cada de poker. Entonces nos preguntaron por Sergio y Omar; me puse rojo, Juan Vicente se hacía el sota. El tipo insistió, pesado, y nos amenazó. En ese instante tenía que tomar una decisión, salté sobre el cuerpo de mi pálido compañero y le encajé una trompada en medio de la jeta al querusa ese. Juan Vicente aceleró, pero de los nervios chocó contra un árbol a dos cuadras. Yo terminé malherido por un golpe en la cabeza contra el vidrio, los hinchas de Chaca, que venían a nuestro encuentro, nos ahogaban en un mar de insultos. El cobarde de Juan Vicente se bajó del auto, agarró la bandera y rajó para el lado contrario de las sirenas de la cana, que por el quilombo que se había armado tuvieron que pedir refuerzos. Yo miraba a mi compañero alejarse sin poder dar crédito a mis ojos, el tipo valiente, el héroe... me abandonaba. Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades en las que me había metido. Estaba tirado ahí solito con mi alma, con la mirada perdida en medio de los leones, listo para ser devorado. Me comí una tremenda paliza y terminé en cana con los más giles de su banda por portación de armas y drogas (había que justificar el quilombo). Por su parte, Juan Vicente cumplió el objetivo: llevó la bandera a la cancha y aseguró haber sido él quién realizó todo el trabajo. A pesar de toda la algarabía que demostró, los hinchas le restaron importancia: “Decile a tu viejo que se meta el trapo en el culo. A Perón lo vamos a bajar igual por más que nos mande a su hijo con todas los trapos del mundo”. Como te decía, eran tiempos en los que la política era más importante que una bandera de un cuadro de barrio...”


En ese momento el viejo detuvo su relato.
-¿Y Juan Vicente?- lo interrogué - ¿Lo volvió a ver? ¿Viene a la cancha?
-Sí, viene todos los sábados y se sienta solo, en silencio, con la culpa de haber abandonado a un compañero, que años después fue “ajusticiado” en la cárcel por los hinchas de Chacarita.
Aguardé en vano que me explicara esa última afirmación. Luego le manifesté mi confusión.
Entonces su cara se entristeció, su mirada estaba clavada al cemento. Tímidamente se sacó la vieja bandera azul y roja del cuello, me la mostró y dijo:
-Esta es la que recuperamos con Alfredo aquélla tarde antes de que lo lincharan. Desde ese día le pido a Dios que me haga nacer de nuevo, que me cambie la vida, que me arranque la memoria. Pero así soy yo pibe, y tengo que cumplir mi condena. Ahora dejame solo.

Juan Carlos Dall'Occhio

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