Una eterna agonía

Nunca hubiese imaginado que la aventura de embarcar rumbo a Senegal fuera a terminar en un arribo al infierno. El cálido roce del brazo de mi padre en la cintura es lo único que me hace creer que aún no he llegado al reino de Hades, donde los tormentos y padecimientos de cuerpo y alma de ningún modo pueden ser peores que esta dolorosa agonía.

Me encuentro rodeado de terroríficas imágenes que sobrevuelan mi existencia, poco a poco dejo de sentir la densidad de mi cuerpo. La tonalidad de los colores es ahora confusa e ininteligible, a mi alrededor todo se mueve con una lentitud extraña.

Estos eternos días de naufragio borraron cualquier momento de felicidad vivido. En mi mente, la crueldad humana y la de la naturaleza misma son todo cuanto puedo recordar; como si hubiese nacido en esta balsa con el único fin de perecer, y de una forma espeluznante.

Siento que a esta altura de las circunstancias un frágil hilo es lo que me une a esta tierra, tan maravillosa y perversa. Hay tantas cosas que me quedan sin realizar, tantos anhelos, tantos sueños, tantos proyectos; y el solo hecho de pensar que gracias a la crueldad y a la bajeza humana más profunda todo esto no va a poder ser, es algo que me atormenta como ninguna otra cosa me ha atormentado en la vida.

Es llamativa la displicencia con la que una persona puede disponer de la vida de los demás como si fueran simples animales enviados a un matadero. Soy conciente que a lo largo de la historia de la humanidad sobran los ejemplos de personas (si es que pueden ocupar esta categoría) que con la misma naturalidad con la que visten y desvisten su cuerpo han decidido de manera categórica la continuidad o discontinuidad de la existencia de seres de su misma raza, y este naufragio es puramente producto de hombres así.

Todavía puedo recordar Aix, ese pequeño paraíso terrenal, ese jardín en miniatura repleto de naturaleza y libertad; libertad que perdimos en el preciso momento en que decidimos abordar La Medusa para dirigirnos a las posesiones francesas en el África occidental. Cómo desearía no haber subido nunca a ese barco.

Tanto mi padre como yo estábamos muy entusiasmados con la propuesta que habíamos recibido hacía ya tres meses de parte de un puñado de funcionarios ligados a Luis XVIII y contrarios al régimen napoleónico, que son los mismos que ante el naufragio ocuparon los primeros lugares en los escasos botes de salvamento de la embarcación. Gracias a ellos en definitiva es que soy presa del delirio y la alucinación.

Mi padre siempre me enseñó que la esperanza es lo último que se pierde, que hay cosas que nos superan a nosotros mismos y que vale la pena luchar por esas cosas, pero a decir verdad creo que lo que vivimos en estos días le quitó todas las esperanzas de tener una vida mejor, más plena, más justa en todo sentido.

Su rostro sin expresión mira hacia el horizonte como pidiéndole a fuerzas misteriosas que acaben lo más pronto posible con este calvario. Creo que mi presencia en la balsa es el único motivo por el cual todavía no ha decidido entregar su vida, quizás con su actitud quiere darme el último gran ejemplo de lucha frente a la adversidad, aunque más que el deseo de supervivencia es la desesperanza la que ha invadido su voluntad.

Cada tanto abro los ojos esperando que todo sea una horrible pesadilla, pero la realidad está firme ahí, y más latente que nunca. Decenas de cuerpos amontonados unos contra otros, vivos y muertos, hombres, mujeres y niños, algunos gimiendo de dolor, otros derramando lágrimas suplicantes y algunos entregados a la desesperanza, inmóviles aguardando su final. Los segundos son agujas clavándose en mi piel, el día y la noche sinónimos en el sufrimiento; y la luna y el sol testigos de una tragedia que pudo ser perfectamente evitada de haberse querido. Pero ya no hay lugar para el lamento, soy resignación. Todo mi ser acepta la verdad que me toca vivir y vive una verdad por la que ruega morir.

Los males de mi cuerpo abandonan sutilmente su flagelo, mis quemaduras reciben la sorpresa de una fresca brisa no generada por el viento. El mar, antes bravo y en constante acecho, ahora mece mi cuerpo cariñosamente y me envuelve en un mágico sueño del que nunca querré despertar.

Mis ojos no desean volver a ver, ni mis oídos a oír, no hay aromas que seduzcan mi olfato ni deseos que inspiren el latido de mi corazón. El cielo, el mar, las montañas, el amor, la gloria, el poder son nada ante el fervoroso afán de partir a tu lado. No hay otro deseo, no hay otra plegaria ni otra solución, mis esperanzas no consisten en un milagro que me permita seguir respirando, sino en dejar de hacerlo.
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Las plegarias fueron escuchadas, mis gritos ahogados por el dolor, los huesos entrelazados lacerando la carne, los músculos desgarrados, el agotamiento atroz, un miedo que hace rechinar los dientes, el punzante tormento del hambre solo superado por la implacable sed que trastornaba mi razón, al fin conmovieron a la parca. Tanto huí de ti en estos años, tanto temí encontrarte y ahora que me vienes a buscar tu dulce figura es gratamente bienvenida. Bendigo tu piedad y la de quienes te enviaron, soy felizmente tuyo. Nada me ata a este mundo más que el pavor de seguir un segundo más perteneciendo a él.

El renacer fue hermoso. Mi espíritu abandonó suavemente su anterior morada, y ahora flota y se eleva libremente. Como por reflejo, toma distancia rápidamente del lugar donde pasó sus últimos momentos para después detenerse a contemplar la pintura que iba a dejar atrás.

Mi cuerpo vacío. La balsa, su condenación; el mar, su tumba, injusto final para su juventud que tanto tenía por delante. Sin embargo no ocasiona en mí lastima alguna, soy feliz. Solo la figura de mi padre conmueve aún mi esencia. Allí, aferrado a mí y llorando desconsoladamente, déjame ir ya padre y aléjate tú también, sigue mi camino, que mis pasos guíen los tuyos por un sendero de rosas y jazmines, toma mi mano y recibamos juntos como premio la ambrosía. Comamos de ella y brindemos luego con el elixir de la gloria para finalmente descansar en paz por siempre.

Rodeando la silueta de mi progenitor, más de un centenar de almas claman por piedad, por justicia, por algo que nunca recibirán, al menos de las manos de los aristócratas pudientes que las abandonaron a una muerte segura y terrible. Un grupo de ellas, avocadas al solo afán de sobrevivir, empeñan su ser y se sumergen en la antropofagia, respaldados por la superioridad que por simple azar recibieron de la naturaleza.

La degradación del hombre a un estado inferior de salvajismo e irracionalidad se hizo patente y latente en esta travesía por el desconcierto y la desesperación.

Cuando uno se encuentra en condiciones infrahumanas de supervivencia comienza a actuar como un verdadero animal. Ruego a mi Dios el perdón por las atrocidades cometidas por todos nosotros y anhelo su misericordia teniendo en cuenta los padecimientos a los que nos vimos expuestos luego del fatídico día en que La Medusa se hundió.

De manera ruin y divertida solo para sí mismo, el viento incita a la vela a impulsar a la barca en dirección contraria a la única y lejana ilusión de ponerse de una vez a salvo. Con ojos desahuciados y el alma en vilo, suplican a los cielos salir ilesos de la tragedia.

No rueguen por continuar en el calvario de la vida, guarden sus plegarias para limpiar sus miserias y las de aquellos que aman. Cuando estén aquí usen sus palabras para implorar justicia frente a los que hicieron de nuestros últimos días la más dolorosa de las agonías. Aquellos que con tanto egoísmo son capaces de perder su humanidad por vivir, sepan que solo vivirán para morir y el naufragio de su alma por océanos de sangre y corrupción tendrá como único destino el infierno.


Ignacio Armando

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