Mar infierno

Port de Rochefort, Francia. Año 1817 de Nuestro Señor.
Juicio político al vizconde Hugues Duroy de Chaumereys, Capitán de la fragata real francesa Medusè.. Extracto de la declaración de Phillip D’Anrevs, tripulante de la fragata:


(…) Éramos 147 almas a bordo de una balsa improvisada con los restos del navío. Dos horas después de haber subido a ella, ciento cuarenta y siete pares de ojos vimos, presas del terror, cómo las amarras que nos conectaban con la salvación de los botes dejaban de estar tirantes y se convertían en meras sogas que serpenteaban a medida que las recogíamos desde la balsa. A lo lejos, nuestro capitán, ese canalla que hoy debe soportar este juicio, se iba con nuestra esperanza de ser rescatados y nos dejaba con una caja de galletas y sólo tres cascos de vino.

Cuatro o cinco hombres se arrojaron al agua, aterrados con la idea de permanecer a la deriva. No volvieron. De los que quedamos en la balsa, el primero en caer fue Phillip, un oficial que se había desesperado cuando vio alejarse al capitán. Enloqueció horas más tarde. Se tiró de la balsa e intentó seguirlos a nado después de que ya hubiésemos perdido de vista los botes salvavidas. Después de un tiempo no lo vimos más en el agua.

Pasaron tres días. Nuestros estómagos eran una sinfonía desafinada. El hambre gritaba desde que la única caja de galletas que habíamos rescatado de la fragata se había esfumado durante las primeras veinticuatro horas. Tres hombres habían tomado el camino fácil: sus cuchillos los llevaron a un mejor lugar. Un viejo se lamentaba de su larga vida cuando vimos en el horizonte un triángulo que se movía. Ninguno de nosotros quiso siquiera decir en voz alta lo que la mente gritaba. Nos quedamos quietos y en silencio, incluso los que se habían ofrecido a tirarse al agua para empujar la balsa a medida que nadaban. Cuando desapareció la silueta, fueron subiendo a la balsa de a uno por vez y lentamente.

Entonces desapareció Jean, que esperaba su turno para subir. Detrás de él quedó el eco de su grito y una mancha de sangre. Los demás se apuraron en subir, pero algo empujó la balsa y varios caímos. Nos aferramos a la madera y nos desesperamos por volver a subir. Los que habían permanecido arriba nos intentaban socorrer.

El tiburón tuvo su festín esa tarde. Ninguno de nosotros volvió a moverse durante esa noche ni tampoco al día siguiente. Quedábamos no más de noventa hombres.

El sol del cuarto día se levantó demasiado naranja, enfermo. No llegó hasta el mediodía y las nubes cubrieron el cielo. Esperamos el agua salvadora de cuatro días de sed. Jamás llegó. Siete hombres se suicidaron en menos de cincuenta horas. Algunos por temor al tiburón, otros de la desesperación. Ninguno de los que sobrevivíamos quería hacer un recuento de los que quedábamos.

Al día siguiente, la sed se convirtió en algo imposible de seguir soportando. Fue entonces cuando el ingenio del geógrafo del barco, Alexandre Corréad, nos sugirió la más atroz de las ideas hasta el momento. Y digo hasta el momento, porque luego tendría otra aún peor. Era una tortura sabernos rodeados sólo de agua y que no pudiésemos beberla. Corréad recurrió a la mezcla de ese mar salado y nuestra propia orina. Así nos mantuvimos durante los siguientes días.

Una semana y varios desmayos después, el monstruo blanco volvió a aparecer a lo lejos. A mi lado, Corréad lo señaló y me susurró: “el tiburón”. Me incorporé a pesar del dolor de las quemaduras por el sol. La piel me tiraba, resquebrajada por la sal seca que se había pegado a mi cuerpo. Y allí mismo se produjo la rebelión.

El centro de la balsa se volvió el sitio más codiciado. Era algo evidente: cuanto más alejado del agua, más seguro se encontraba uno. Pero la lógica del tiburón era especial. Cuando se acercó, pegó en todas partes, arrojando al agua a muchos. Mientras el monstruo marino embatía nuestro improvisado navío, arriba se sucedían las luchas por sobrevivir. Una especie de guerra civil.

Todos contra todos, la supervivencia del más fuerte. Entonces algunos desenfundaron sus armas y arremetieron contra los que osaran quitarles el centro de la balsa. La lucha se cobró otras cuarenta vidas. Algunos cuerpos cayeron al mar, distrayendo y contentando al tiburón. El resto quedaron esparcidos sobre las maderas sobre las que flotábamos.

Entonces Corréad y Henri Sivigny, el cirujano, tuvieron la otra idea que marcaría nuestras vidas, como si no hubiese sido suficiente con lo que habíamos vivido desde el momento del naufragio. El hambre ya era atroz. Algún loco por la insolación sugirió matar al tiburón, pero éste ya se había alejado. Además, no nos quedaban balas. No sabíamos cuánto más estaríamos a la deriva en aquel interminable universo marino.

Cortaron en tiras la piel que le sacaron a los cadáveres. Sivigny sabía cómo despellejar un ser humano de manera tal que la piel se volviera lo suficientemente fina como para que el calor del sol la secara y la pudiésemos ingerir. Algunos se negaron a la práctica canibalística. No puedo culparlos, siguieron fieles a sus principios hasta que murieron famélicos. Los que sobrevivimos sabíamos que nos habíamos convertido en monstruos.

La antropofagia, el pecado, el sacrilegio. Sin embargo, debo decirles que estábamos seguros de que el infierno no nos esperaba, el infierno era aquéllo. Dios nos había olvidado en altamar y el diablo estaba de parte de Chaumereys. Estábamos abandonados a nuestra propia suerte. ¡Y vaya que era una pésima suerte!

Corréad gritó cuando vivíamos el noveno amanecer. En el horizonte había otra fragata, parecida a la que nos había llevado a la calamidad que estábamos sufriendo. Nos desesperamos, gritamos con lo poco que quedaba de nuestras fuerzas. ¡Parecía como si supieran lo que nos había sucedido y lo consentían! ¡No volvieron! ¡Nos ignoraron como horrorizados de rescatar a la plebe que merecía aquel castigo!

Los últimos tres días hoy son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Sólo vuelve a mi memoria el último. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero sentí que era el único que podría hacerlo. La desesperación me llevó a buscar la puerta del infierno que nos llevara a la vida nuevamente.

Agité mi camisa, lo que quedaba de ella, desesperado. No me veían, no giraban. Sentí que una mano sujetaba mi pie y volví mi cabeza hacia el piso de la balsa. Baptiste, un viejo tripulante, me miró. Sus ojos ya estaban sin vida, sin fuerza alguna. Cayó su cuerpo y su cabeza pegó contra la madera húmeda. Me volví nuevamente hacia el horizonte donde se dibujaba la silueta de la esperanza. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó en sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estaban débiles, todos lo estábamos. Pero logramos que mi camisa hecha jirones flameara más alto todavía.

Y entonces lo vimos. Tres hombres se arremolinaban en el piso de la balsa, luchando con todas sus fuerzas contra la muerte. Las lágrimas se agolparon en los ojos de mis elevadores y en los míos. Unos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraban los ojos para no ver la realidad. Todos ellos me escucharon decir: “El carguero ha virado hacia aquí”.

Aldana Vales

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