Somer, el pueblo que no es

General Rodríguez es el pueblo en el que crecí, pueblo chico, tranquilo, con sus chismes, con sus miserias. Siempre ha tenido un clima de vacaciones. Los únicos dos lugares llamativos y conocidos por todos sus habitantes son: La Serenísima y los montes de eucalipto que rodean el Hospital Vicente López y Planes. Son casi destinos de miniturismo pero extrañamente, muy poca gente conoce la existencia del leprosario y menos aun su historia. Ayudan su ubicación inhóspita y el no constituir un lugar de paso.

La Ruta 24 fue construida especialmente para unir el leprosario con el casco céntrico de General Rodríguez. Comienza en el inmenso Hospital Vicente López y Planes y termina en la entrada del actual Hospital Baldomero Sommer (ex Sanatorio-Colonia Buenos Aires). No hay chances de perderse: una línea recta une el punto “A” con el punto “B”.

Conforme avanzo desaparecen los últimos vestigios urbanos: quedó atrás el bosque de eucaliptus, la antigua morgue de la zona (tétrica por cierto), el criadero de lombrices y el abandonado tambo de La Serenísima. Lo que sigue es campo abierto a pleno sol, con las típicas variantes: algunos están arados, otros sembrados, otros inundados, eventualmente hay ganado pastando. Cándidas tranqueras resecas, derrotadas por el sol, pretenden restringir el acceso a caminos forjados a fuerza de transitarlos.

Recuerdo que en estos pagos pasaron sus últimos minutos Forza, Bina y Ferrón. Y pienso que si fuera un sicario este sería un lugar ideal para deshacerse de un cuerpo. Y pienso que alguien ya lo pensó.

A la vera de la ruta un poste marca el Km 23, un bosque de pinos corta la uniformidad de los campos y entre los troncos se pueden divisar algunas paredes blancas. Fin de la Ruta 24. A mi derecha, un arco de cemento escoltado por dos torres. En una torre cuatro gendarmes se encargan de realizar preguntas. Intentan que no se parezca a un interrogatorio aunque los fusiles colgados en las paredes no ayudan. Repasan visualmente mi D.N.I, revisan mi mochila, me miran, me preguntan, se miran, me repreguntan. En caso de no poder ingresar por las buenas, tenía preparado un plan “b” bastante básico: rodear campos, saltar alambrados y correr. Suerte que no tuve que recurrir a ese plan, si se le puede llamar así. Finalizado el trámite, avanzo sobre la calle de ingreso, se llama “Dr. Manzi”. A cien metros el cuerpo central del Hospital.

La colonia fue pensada para auto abastecerse y, por ende, tener el menor contacto posible con los centros urbanos. En las 275 hectáreas que ocupa hay: usina eléctrica, planta purificadora de agua, carpintería, cementerio, crematorio, biblioteca, proveeduría, frigorífico, animales, párroco, monjas, confitería, cárcel, teatro, radio, cuatro barrios (San Martín, Sommer, Madre de la Cruz, padre Ernau) y por supuesto huertas, muchas huertas. Los internos cosechaban sus verduras y criaban animales porque ningún proveedor se atrevía a entrar. Todas las calles están asfaltadas (excepto la que conduce al cementerio) y tienen nombres (Del Relincho, De la Guitarra, Del Estribo, De los Arrieros, De los Baqueanos, De la Zamba, Del Lago). Aquí todo es orden y limpieza.

Césped prolijo, rosales cargados, arbustos, palos borrachos, flores de todos los colores y fragancias. Hasta acá, alguien podría confundirlo con un barrio privado, estilo country, pero no. Acá no viven ricos, acá viven pobres y la seguridad es para los de afuera. El lugar es imponente, no sólo por la cantidad y calidad de las instalaciones, también porque semejante grado de planificación no puede ser otra cosa que producto del miedo. La prolijidad en los jardines es producto del tiempo invertido por quienes han tenido que pasarse la vida aquí dentro.

En total son 12 pabellones divididos en grupos de tres. Tal división actualmente no tiene sentido, pero antes, los enfermos eran separados por sexo, edad y grado de evolución de la enfermedad. Una frontera de alambre, más simbólica que efectiva, aislaba los pabellones de las instalaciones destinadas al personal médico y no médico del Hospital. En el mismo sentido y en tren de imponer fronteras, los parlatorios mediaban entre los internos y los pocos familiares que tenían los recursos económicos y la voluntad de visitar a sus parientes. El Dr. Manzi fue uno de los promotores de transformar en centros de recreación esos antiguos parlatorios.


Obregón

Camino en dirección a la Torre de agua. Un hombre está tomando sol, sentado en un tronco, solo. A su izquierda, las muletas. Tiene un rostro difícil y a priori, pocas ganas de hablar. Se miran fijo con un perro labrador, pienso que de alguna forma se comunican.

Me presento, se presenta. Nos damos la mano, mano y palma (sin falanges), para ser objetivo.

Me cuenta del perro, Cachilo se llama. No tiene dueño, todos lo quieren, todos lo cuidan.

- ¡Ah como la canción de Yapanqui!

- Si pero Cachilo era un hombre. Lo que pasa es que éste parece santiagueño, se pasa el día durmiendo.

Obregón no vino, lo trajeron por la fuerza en 1954. Oriundo de Corrientes, no pasó el examen médico para el servicio militar a causa de unas manchas blancas en su cuerpo.

- Le ponían mal de Hansen y usted ni sabía qué era. Te vamos a mandar a una colonia en Buenos Aires, donde hay equipos de fútbol, cine, baile, todo. Los médicos te dicen la misma mentira siempre. Esto era una cárcel. Si salía con permiso y volvía un día más tarde, me metían en cana. Tres meses vas a estar. Y acá estoy (Se ríe resignado)

El Hospital Nacional Baldomero Sommer recibió, desde 1941, en nombre de la salud pública a hombres y mujeres que llegaban por su voluntad (portando diagnósticos que no llegaban a entender), o contra su voluntad (arrastrados por la fuerza pública y por empujones que solían entender muy bien) con el convencimiento de que permanecerían allí tres meses para después partir. Y no habían cometido crimen o violado ley.

- En el `77 me escapé con mi mujer. Nos fuimos para criar a nuestro hijo, no se permitían chicos acá antes. Te los sacaban y los mandaban a un hogar de monjas. Ni bien nacían se los llevaban. Después mi mujer falleció y yo tuve que volver.

Obregón le está escapando al bisturí. Se dobló el pie derecho trabajando. Como se había escapado de la colonia, tenía miedo de ir a un hospital y que los médicos lo denunciaran (experiencia propia). La suspensión de la medicación, el miedo y la falta de sensibilidad en las extremidades (síntoma propio de la enfermedad), contribuyeron al deterioro de los músculos y la retracción de huesos (también síntomas de la enfermedad). Según los médicos, no se puede hacer nada más que amputarlo para evitar una infección que derive en gangrena.

Casi sin tomar aire me cuenta la negativa y el por qué.

-No me quiero cortar tampoco. Yo jugaba al futbol antes, había cuatro equipos acá. Pabellón 1,2,4 y Barrio San Martin. A veces ni suplentes teníamos, así que jugábamos con cuarenta y pico de fiebre, lastimados, sin arquero o con un abuelo que esté parado ahí aunque sea. Si se iba uno ¡listo! Perdíamos. Y si éramos menos buenos peor (risas). El arquero era siempre improvisado, si la pelota iba derecho atajaba, si iba pun costado era gol. Todos hacíamos un sacrificio para jugar. Eso sí que era amor a la camiseta. Yo jugaba de cinco en Once Corazónes.

Pero, había mucha unión acá, mucho compañerismo y ahora no. Cada uno tira pa´su molino como se dice. ¿Sabes qué pasa? Hay mucha gente sana ahora. Juventud a patadas pero no pueden formar un equipo.

La juventud de la que habla Obregón son los chicos que nacieron después del 1983, antes la historia era muy distinta. Desde las instituciones religiosas con presencia en los leprosarios, nunca se propició la anticoncepción. Aún cuando desde la medicina se creía que la enfermedad se transmitía también por vía placentaria. Y allí donde los humanos van, los acompaña el sexo y obviamente, los embarazos sucedían. Después de la muerte, no había peor noticia en la comunidad que un embarazo. Porque, apenas nacían esas criaturas, eran trasladados en ambulancia a un hogar de monjas llamado Colonia Mi Esperanza (actual Fundación Felices los Niños). En tanto las madres parturientas sólo podrían visitar a sus hijos un máximo de tres veces por año, sin nunca poder tocarlos. Cruel precaución.

Pero la lepra no se transmite por vía placentaria: los hijos de quienes sufren la enfermedad llegan al mundo abrumadoramente sanos. Seguramente esto explica la construcción en 1993 del pabellón psiquiátrico usando, paradójicamente, parte de las viviendas de las Hermanas Religiosas. Corolario de tanta brutalidad, de tanto cruel despojo.

Dory

Arranco con algunos números: Dorotea (Dory para los amigos), tiene 79 años. Hace 58 que vive en el Sommer. Es no vidente desde los 19 y hace 13 que vive en el pabellón psiquiátrico. Si bien no tuvo que pasar por la traumática experiencia de que le arrebaten un bebé, no tuvo una vida para nada risueña.

Bajita, muy flaquita, las manos como garras. Su tono de voz no denota precisamente tristeza, incluso se ríe mucho con lo que alguna vez fueron labios. Habla sola, ríe sola y llora sola pero basta escucharla para entender todo.

Nos sentamos en una especie de plaza, un cartel dice: “Paseo Monseñor Áspe” y es inevitable preguntarse quién habrá sido. Hay bancos y mesas con tableros de ajedrez cerámicos. Cruzando la calle “De los Arrieros” alcanzo a leer otro cartel, dice: “Anatomía Patológica”. Acá todo es así, muy crudo: el crematorio (inactivo), está a cien metros de la proveeduría. Eso sí, el cementerio está más apartado.

Dory tiene una curiosidad lógica por ese mundo que está afuera y que naturalizó como ajeno. Volcó sobre mí una catarata de preguntas y una vez que le conté mi vida, ella me contó la suya. Fue un pacto ecuánime.

- A ellos no les gusta que uno diga “lepra”. Ellos quieren que uno diga “Hansen” o “hanseníase” pero es muy difícil decir esa palabra, así que yo digo “lepra”, ya no me da vergüenza.

Yo cuando nací mi vida comenzó mal. Después de esa fiebre, empezó la lucha allá en casa. Mamá tenía manchas y papá empezó con los ojos, ya casi no veía. Después de esa fiebre.

Sí hasta el mismo cura nos prohibió ir a la iglesia. Por los otros, por el pueblo. Nos tenían miedo.

Dorotea nació en Galcedo, Chaco. Antes de ser derivada a Colonia Buenos Aires estuvo un mes en Isla del Cerrito, uno de los cinco leprosarios que funcionaban en el país.

- Nadie sabía de dónde venía esto. Ni los médicos sabían. Entraban al pabellón con una máscara, guantes, un delantal, todo. No entraban así nomás. Yo era perfecta. Sólo tenía unas manchitas acá, así, pero después del tratamiento se me fue todo (se lamenta de no tener una foto para mostrarme)

- Pero es así hijo…

Yo no lo perdono a dios si me mandó esto. No lo perdono. Si es que él me mandó esto y todavía después me deja ciega. Con lo que a mí gustaba leer, bordar, hacer crochet.

Yo no creo en nada más, no puedo…

Dorotea está siendo tratada de su depresión pero reconocen que en estos casos, poco o nada puede hacer la psiquiatría clásica. La problemática es muy compleja porque a muchos la institución los salvó. Pero a otros les quitó el mundo y - ¿Cómo se reinserta a esa gente en la sociedad, si hace cincuenta años que están internados? Se pregunta la Jefa del Servicio de salud mental Dra. María Cristina Pesce.

- Lo cierto es que todo lo que desde la salud pública les podemos dar, se los quitamos primero. Son comprensibles los arrebatos, los enojos de algunos pacientes. Este Hospital es su casa, su familia, su oficio, su torta de cumpleños, su cena de navidad y también su verdugo. Ese posicionamiento dual y tan extremo de la institución, mina los planes de reinserción desde sus cimientos. Toda la plantilla médica del hospital es conciente de esta situación. Nos manejamos con ciertas consideraciones, el lugar, su historia lo amerita.

La Comunidad

Un cartel blanco y azul indica el camino a seguir para llegar al cementerio. Hay que caminar algo más de un kilómetro por camino de tierra. Lo limita y delimita hacia el norte el Río Cascallares, única vía de escape para muchos durante años. De momento, hay 93 tumbas, no nichos, tumbas como las de las películas. Todas con sus respectivas lápidas de cemento y placas de acero cromado. Los epitafios no varían demasiado, es que a los muertos del Sommer, los honran sus pares. En su mayoría están firmados por La Comunidad y resaltan la lucha tenaz e incansable contra la enfermedad.

Es realmente fácil ganarse la amistad de estas personas, irradian afecto, como si todos estos años de reclusión forzada lo hubiesen estado conteniendo. Me despedí de todos los que pude y me prometí, les prometí, volver para la re-inauguración de la peña folklorica “La Alegría” a principios de octubre. Dory, por su parte, me invitó a su cumpleaños así que la veo en septiembre.

Me fui con el convencimiento de que a estas personas se las debe escuchar muy atentamente interviniendo lo menos posible, básicamente porque no hay parámetros compartidos. Yo pude estremecerme con algunos relatos y quedar al borde del llanto con los silencios de Dory pero, cómo darle real dimensión (no hablo sólo de empatía). No poder olvidar las tragedias individuales me llena de angustia, pero me pone más cerca de ellos.


Gabriel Ciccarelli

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