No todo es Bariloche y esa cosa que nos regocija

por María Elena Furlong


Temprano, 7:30 AM, con el equipo de mate, el pelo medio revuelto y la voz todavía algo áspera me subo al auto, de copiloto. Un papelito con las rutas a seguir nos guiará los próximos 330 kilómetros que unen Pedro Luro a Carhué. Una parada en una estación de servicio de Bahía Blanca a recargar el termo y comprar unas medialunas para desayunar es el único momento para estirar las piernas. Mientras el sol asoma, entre un poco de charla, otro poco de lectura y un poquito de silencio, cruzamos “el rincón serrano del orgullo nacional” como reza una letra de Almafuerte. Las sierras se nos presentan para deleitar nuestra vista por un rato. –En una de esas, termino viviendo en un ranchito ahí arriba- comento señalando la sierra que le dio el nombre a todo el cordón, con el agujero en la cima que simula ser una ventana. Ella ríe.

Continuamos cruzando puentes de arroyos y de a poco vamos dándole la espalda a aquella asombrosa postal. Se puede apreciar a simple vista a medida que avanzamos unos kilómetros, en la vegetación y en los cultivos aledaños, las variaciones de los niveles de precipitaciones. Qué hermosa y generosa es nuestra pampa húmeda. Finalmente, el cruce con la ruta 60, que nos conduce los últimos 35 kilómetros hacia la localidad de Carhué, bañada en sus costas por el saladísimo Lago Epecuén.

***

Villa Epecuén era el nombre que recibía una villa turística bonaerense, ubicada a 12 kilómetros de Carhué, a orillas del Epecuén, en el partido de Adolfo Alsina, muy cerca del límite con la provincia de La Pampa. Su creación data de la década de 1920, y a partir del paso de tres líneas de ferrocarriles y la incipiente industria hotelera termal, logró consolidarse como tal y permitir el aluvión constante de turistas. Su población constante era de tan sólo 1500 habitantes, pero durante la temporada alta de noviembre a marzo recibía alrededor de 25000 turistas. Nada mal para el turismo regional.

El 10 de noviembre de 1985, a las tres de la mañana, el terraplén de tierra y piedras construido para contener las crecidas del lago se rompió y el agua pasó, inundando así a toda la Villa. Para 1986, el pueblo poseía cuatro metros de agua en sus calles, llegando en 1993 a más de diez metros.

-Algunas personas se lo esperaban, tenían sus cosas guardadas en cajas, arriba de los muebles, pero a otras personas el agua los sorprendió durmiendo, cuando se mojaron la espalda. Nosotros sacábamos y trasladábamos las cosas arriba de las camas de dos plazas viste? Funcionaban de balsas- me comentaba Rubén Besagonil, un ex habitante de Epecuén.

***

El pueblo de Carhué tiene aproximadamente once mil habitantes. Como era de suponer, alrededor de su impecable plaza central están sus principales instituciones, entre ellas la Iglesia y la municipalidad. –No querida, agarrá y andá por Pellegrini hasta Belgrano, doblá a la derecha y pegale hasta Colón. Ahí esta la terminal de ómnibus. Vas a ver que adentro está la Oficina de Turismo- me dijo una de las mujeres que atienden en la mesa de entrada de la municipalidad.

Seguimos con lo recomendado y dimos con el objetivo. Un joven, la única persona en la pequeña Oficina, me da las instrucciones para acceder a la Villa y unos mapas que sirvieron de guía a lo largo de toda la jornada. Suena el teléfono, responde unas inquietudes, corta y enseguida se sumerge nuevamente en nuestra conversación. –Y… el tema de la inundación, o sea, en el año 40 ya hubo también un problema en el que casi quedamos todos bajo agua…- anuncia. Y comienza a contarme un poco de información necesaria para entender lo que pasó. Entender lo que pasó, pienso yo, entender lo que pasó…

***

El Lago Epecuén es el último eslabón de una cadena de lagunas llamadas Encadenadas, las cuales vierten sus aguas en él. Por su alta concentración salina, la laguna es híper marina, diez veces superior al mar. Sus aguas se aprovechan para combatir depresión, afecciones reumáticas y de piel y agotamiento psicofísico. El clima de la zona es “bipolar”, hay años de intensas lluvias y años de largas sequías, debido a estar ubicada entre la pampa húmeda bonaerense y la sequedad de la provincia de La Pampa. En los años ’50, durante una larga ausencia de lluvias, el lago casi desaparece. La gente exigía la entrada de agua, y luego de varios años, el gobierno provincial construyó el canal Ameghino, una obra que conectaba varias cuencas y regulaba el caudal de agua de todas las lagunas de la región. Con este sistema ninguna se secaría y no había riesgo de inundación. Pero no se controló más a partir del golpe de Estado de 1976. –Se abrió la canilla, pero no se la cerró más- graficó Rubén Besagonil.

***

-¿Estaba previsto que se podía inundar?- pregunté al joven de la Oficina de Turismo

-Estaba previsto, por supuesto. Se podría haber prevenido un poco el tema, de tratar de hacer un terraplén mucho mejor, pero bueno… La gente se quedó en el molde, digamos, y no quisieron hacer nada- contestó.

-¿Y las autoridades?

-Y las autoridades tampoco.

Más tarde, ex habitantes de Epecuén comentaban que el problema en un momento fue la falta de decisión y consenso en el debate planteado a raíz del problema del constante crecimiento del lago. Algunos pedían las obras hidráulicas necesarias, otros pedían el reforzamiento del terraplén. Muchos intereses en el medio.

-Una vez ocurrida la tragedia, se hicieron las obras de hidráulica necesarias para el mejor control del agua, y hoy en día está bajo control. Igualmente estamos en una época de sequía importante que permitió la retirada de una buena parte del agua- me informó el joven.

-¿Carhué corre peligro también?- pregunté luego de ver fotos donde el agua llegaba hasta el camino de la costanera, años atrás.

-No, en este momento no. Ahora el lago tiene un tamaño ideal, el de toda la vida, que es el que llegaba hasta Epecuén, volvió a su cauce natural. Ahora ya no pasa más nada, ahora tiene que llover muchísimo, tiene que pasar un desastre natural como para que Carhué se inunde.

Y yo, sigo tratando de entender lo que pasó…

***

El día está hermoso. Un soleado día de invierno. Siempre me gustó el sol de invierno, es el más delicado del año, como una suave caricia. Vuelta al auto, en la radio sintonizada en una AM de Bahía Blanca, están diciendo que hoy se cumplen diez años de la muerte de Favaloro.

Con la ventanilla un poco abierta vamos por el camino de la costanera hacia la Villa.

-¿Sentís el olor a sal? ¿Sentís el olor a mar?- me pregunta ella.

Sonrío y asiento. Efectivamente, el gustito salado estaba en el aire… Fuerte, penetrante…

Al ver que el camino estaba cortado por reparación, bajo a preguntar al hombre que allí trabajaba por dónde tenía que seguir. Luego de escuchar sus explicaciones y al verme cómo observaba el paisaje y la obra me dice sonriendo: -Desastre, ¿no?

Desastre sería lo que vendría después.

-¡Cómo vuela la sal! ¡Qué inhóspito! ¡Qué sensación de tolerancia de la gente! No todo es Bariloche y esa cosa que nos regocija, la aridez tiene su encanto- reflexiona mientras maneja. Coincido.

Mientras avanzamos se pueden ver al costado del camino los postes viejos que llevaban la electricidad a la Villa. Tienen los cables cortados colgando y en casi todos hay nidos de teros y horneros. Paramos un rato a ver bien una construcción abandonada a lo lejos, del otro lado del alambrado. Es el Matadero, tiene sus partes derrumbadas, está teñido de blanco como todo a su alrededor, y los árboles que lo rodean están completamente secos.

La vieja estación de ferrocarril está ubicada en la entrada de la Villa. En 1985 el ferrocarril fue fundamental a la hora de la evacuación de todo el pueblo. Un gran cartel gastado típico de estación vieja, dice Lago Epecuén, al costado de las vías. Está todo abandonado, a las ventanas le faltan los vidrios y a las paredes les faltan las puertas. Sobre las vías, el pasto crecido indica que el tren dejó de pasar hace un buen tiempo.

Continuamos por el camino de entrada. El asfalto está, en varias partes, poceado y lleno de baches. A los costados dos hileras de grandes eucaliptos nos guían a lo largo del último tramo de camino.

Lo que vino, por un momento, nos dejó sin palabras. En silencio, avanzamos a paso de hombre, mirando, contemplando… Un escenario digno de una película de terror. Casi todos los edificios derrumbados, cubiertos de tierra, postes caídos formando ángulos de 45°, árboles muertos y mucha, pero mucha sal.

Dejamos el auto sobre el final de la Avenida de Mayo, que alguna vez fue la arteria principal del pueblo. La Avenida en realidad continua, pero esa parte está sumergida. Hacia el final verdadero de la misma se divisa el gran tranque, otrora anaranjado, del Complejo Balneario Municipal que continua bajo agua. Una leve brisa constante nos golpea y nos susurra un aire de desolación.

Y empezamos a caminar. La sal se nos pega en la suela del calzado formando una gruesa capa blanca manchada de barro. Varios carteles con indicaciones como “No pasar: zonas derrumbadas y fosas abiertas” o con información sobre algunos lugares reconocidos que hoy se reducen a ruinas. Las fotos de los carteles nos dan un escaso panorama visual de lo que alguna vez había sido la Villa. Hermosas construcciones, lugares bien distribuidos, espaciosos… Al lado, una enorme pileta de concreto llena de ladrillos y palos, y un poco más allá un aljibe, también tapado de escombros.

El olor a sal es constante, pero a medida que nos acercamos al agua se vuelve más fuerte, en partes nauseabundo. Es increíble, pero todo está intacto: un limpiavidrios todo doblado y granulado, botellas, un montón de botellas. De todo tipo: de aceite, de gaseosas. Un sifón de soda emerge de lo que ahora es un charco. Inodoros destruidos, calefones y cocinas corroídas y oxidadas. Una bañera medio enterrada con una carretilla encima totalmente oxidada al punto de parecer de cartón.

-¡Mirá la campana!- me grita señalando una campana que había corrido la misma suerte que los calefones y las cocinas. Sí, seguimos sorprendidas. Es que uno piensa, intenta comprenderlo. Dejar todo atrás, rehaciendo o construyendo con alguna modificación lo que ya se tenía. Escapar, escapar del agua. De esa misma agua que tanta prosperidad había traído, que tanto había dado y que un día les quitó.

-Si salíamos a gritar en los medios, no venía la gente y nosotros vivíamos del turismo, pero si no salíamos a gritar, nos inundábamos…- me comentaba posteriormente Rubén.

Me habían comentado también que en Epecuén quedaba un solo habitante, un hombre de 85 años, que en realidad era “de por ahí” y que nunca había abandonado la Villa. Fui con alguna ilusión de cruzarlo pero lamentablemente eso nunca ocurrió. Quizá hubiera sido muy interesante.

Continuamos caminando, a mi lado cruzó una cañería rota, perdiendo agua. En las calles que desembocan y terminan sumergidas en el lago corren desfiladeros de agua, evidencia del retroceso del agua. Las pocas casas que quedan a pie, adentro tienen mínimo 50 cm de tierra y arriba de eso, escombros, o partes de techo caídos. Las paredes muestran los niveles del agua, cómo fue bajando. Un auto (en realidad sólo la estructura de abajo del auto) mitad enterrado, totalmente oxidado, descansa en una calle a pocos metros inundada.

De repente pego un grito y un salto, y después me río de mí. Una escultura de un perro me asustó. Pero no cualquier perro: tiene una pose de guardia, está decapitado y bastante destrozado. Da miedo.

Los árboles, todos secos y muertos, teñidos de blanco y con sus ramas peladas parecen sacados de una película de Tim Burton.

-¿Te imaginás venir de noche acá? ¡Ni en pedo!- me dice

-No, ni en pedo- pienso. Y me imagino todo ese escenario, tan pálido, una noche de luna llena. Brillaría en la oscuridad. Qué paradoja.

En el piso se forman una especia de ramificaciones de sal que, al pisarlos o patearlos se destruyen. Parecen pastos cubiertos por esa gruesa capa de sal que todo lo cubre.

-Bueno, ¿vamos yendo?- me pregunta. Ya todo esto como que aplasta y la entiendo.

En una pared alguien dibujó con cinta de papel una maceta con flores. A pocos metros, dos flamencos muertos. Hermosos, con plumas de color rosa y blanco, pero muertos. Es todo tan tétrico.

Nos subimos al auto, damos una vuelta más y regresamos.

***

De nuevo en Carhué, nos damos cuenta de que tenemos mucho apetito. Entre vuelta y vuelta finalmente damos con una rosticería. Tenemos que comer algo antes de visitar el museo.

Las empanadas son las elegidas a la hora de comprar. Comemos en la plaza y seguimos. El museo es otra linda cada vieja, renovada, de tres salas. Una sobre los pueblos originarios, otra sobre la Campaña al Desierto y la tercera sobre los “primeros” habitantes (europeos). Mientras charlo con el encargado, me cuenta nuevamente la historia de Epecuén y me ayuda a encontrar algún ex habitante dispuesto a charlar conmigo (Rubén Besagonil). Muy dispuesto, se ofrece enviarme más información acerca del tema (los guiones de un documental que el Museo Regional Adolfo Alsina sacará en septiembre). También me invita a comprar un DVD con un documental hecho hace unos años. No me puedo resistir.

La tarde está cayendo y decidimos volver para no viajar todo el trayecto de noche. Cargamos gasoil en una estación de servicio y llenamos el termo.

-Lo pase muy lindo, más allá de lo que vimos hoy, me gustó compartir este día con vos- me dijo mi vieja

-Yo también má- le contesté.

Mientras ella está en el baño, yo me río de un cartel de Homero Simpson con la barba, la melena y la boina simulando ser el Che.

2 comentarios:

Jime dijo...

Muy buena la crónica, no sabía si comentar acá o allá. En fin, me gustó mucho, me llevó a googlear un par de cosas de Epecúen y me dieron muchas ganas de irme de vacaciones, no sé si con mi vieja, pero vacaciones al fin jaja.

Un beso
jime

C.E dijo...

Gracias por dejar el comentario acá, Jimena. Feliz año!