El abismo del tiempo por Leandro Pafundi

¡Hágase así! ¡Que se llene el vacío! ¡Que esta agua se retire y desocupe el espacio, que surja la tierra y que se afirme! Así dijeron. ¡Que aclare, que amanezca en el cielo y en la tierra! No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado.

Extraído del Popol Vuh


DESPUÉS de una interminable caminata a pleno sol, llegué exhausto hasta la plaza mayor de Palenque. Fue una suerte que el lado sur estuviera bordeado por colinas repletas de frondosos árboles que me dieron un poco de respiro. En realidad, todo este lugar, de a penas unos cuantos kilómetros cuadrados, es sólo una parte de una inmensa ciudad que de a poco está siendo descubierta por el esfuerzo de incansables investigadores.

Me senté por un minuto a descansar en la sombra tratando de hacer memoria sobre cuestiones relacionadas con el costo del viaje que estaba haciendo o dilucidando a qué restaurante iría a comer esa noche, cuando de pronto oí un excepcional sonido: era un extraño eco similar al que se escucha cuando una pelota de tenis golpea en un paredón. Miré a mis costados y no vi a nadie más que algunos distraídos turistas asiáticos sacando fotos de forma despreocupada. Sin embargo, ese extravagante sonido era cada vez más fuerte. Me levanté y seguí el rastro de lo que oía. De pronto, me encontré entre dos grandes paredones, cada uno con un delgado anillo fijado en la parte superior. El cielo celeste se reflejaba en las matas del pasto y en las piedras grisáceas de ambos terraplenes. Comencé a escuchar voces, gritos y risas. Sentí que una pelota de caucho rozaba mi cabeza e iba a parar a uno de los dos paredones muy cerca de donde se situaba uno de los anillos, rebotando y golpeando fuertemente en la cabeza a un hombre semidesnudo. Sin saber cómo, estaba en medio de un partido de aquellos que se jugaban para honrar la creación del universo según el Popol Vuh, texto religioso maya, en los tiempos . Palenque residían sus habitantes originarios. Corrí lejos del campo de juego, y me acerqué a un grupo de personas que asistía interesado a lo que estaba sucediendo. Todavía desconcertado, pregunté a uno de esos hombres con rasgos indígenas qué era lo que estaba pasando.

–Se juegan la vida –dijo. “La cancha sirve como entrada al inframundo. Hunahpú e Ixbalanqué, quienes descendieron hacia Xibalbá reclamando los huesos para crearnos en el principio de los tiempos, son los que deciden si la pelota entra o no en los anillos, decidiendo así la vida de los competidores” -me respondió un hombre con nariz aguileña y la tez oscura y agregó: “hace ya dos días que juegan sin detenerse”.

No lo había notado, pero sus rostros estaban exhaustos y sus cuerpos, desgastados y maltratados. Parecían suplicar que el juego terminase y se decidiera, por fin, su suerte. Es decir, la vida o la muerte.

Me encontraba en una especie de trance cuando escuché un sonido familiar. Miré a mi costado y un hombrecillo pequeño y regordete que quería saber la hora llamó mi atención. Casi por instinto observé mi reloj y le dije mirando la gorra de baseball que llevaba puesta:

–Son las dieciocho en punto.

–Gracias, muy amable –me respondió con acento centroamericano. Dio media vuelta y se fue dando tumbos.

Cuando volví a mirar hacia el campo ya no había nada. Firmes pero víctimas del corroer del tiempo, estaban los dos terraplenes con sus respectivos anillos. Confundido, me alejé a reflexionar. Me pregunté si lo que había presenciado habría sido una alucinación, efecto del calor intenso. Mi cabeza daba interminables vueltas, así que decidí seguir con la guía estipulada.

Mi próximo destino era una hermosa e imponente pirámide que, según el folleto que tenía, se llamaba El templo de las inscripciones. De unos veinticinco metros aproximadamente, a la entrada del templo se asciende por unas largas escaleras hacia un adoratorio que corona el espléndido edificio. Entré por allí y comencé a descender por una pequeña escalinata sin saber muy bien qué encontraría en lo profundo. De a poco, la luz se fue atenuando hasta prácticamente ver lo justo y necesario para no caerme.

De pronto todas las luces eléctricas que iluminaban la descendiente gradería se apagaron. Paralizado, me encontraba en plena oscuridad. Sin saber qué hacer aguardé quieto, gritando auxilio para que alguien viniera a socorrerme. En vez de eso, comencé a oír una voz que hablaba en un idioma extraño para mí. Nunca había escuchado semejantes palabras. Pero algo extraordinario sucedió: así como los ojos paulatinamente se acostumbran a la repentina oscuridad y empiezan a diferenciar las figuras, mis oídos comenzaron a distinguir palabras de aquel extraño idioma que provenía desde el fondo del templo. A pesar del terror que sentía, mi curiosidad hizo que descendiera precavidamente los escalones que faltaban para llegar al final del recorrido.

Allí, increíblemente, una figura de tez oscura, adornada con extraños ornamentos recitaba con los ojos cerrados una plegaria que me resultaba ajena. Llevaba puesta una máscara de jade que se encargó de retirar. Su cabeza era grande, con los pómulos salientes y el negruzco pelo largo y lacio. Sus ojos almendrados tenían un pronunciado y notable pliegue que parecía de origen oriental. Lo que más me impactaba era que sus pies no se apoyaban en ninguna superficie, estaban a poca distancia por encima del suelo.

De repente, abrió los ojos y con una vos calma y grave me dijo, refiriéndose a una cruz de caña que se encontraba sobre un sepulcro:

–Mi nombre es K'inich J'anaab Pakal, Rey maya, y esa es la cruz de la liberación del hombre. La que marca las épocas, los elementos de la tierra y el universo. Dentro de muy poco tiempo, nuestro planeta se alineará con el resto del universo-. Sus ojos parecían mirar desde la profundidad de un abismo. Quizás el abismo del tiempo que nos separaba. –Cuando el calendario llegue a su término Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, dará comienzo a una nueva era: la del Sexto Sol. Por fin el hombre tomará conciencia de la inmensidad del cosmos y del ilimitado poder de Dios en el infinito.

Con esas palabras su figura se fue desdibujando paulatinamente hasta perderse en la penumbra del lugar. Salí de donde me encontraba mientras sus frases me daban vueltas y vueltas en mi mente. Excitado volví a bajar los escalones exteriores del templo, sin reparar en el cansancio ni el agobiante sol que caía y marcaba el fin del día y el comienzo de la noche.

Miré mi reloj y extrañamente estaba detenido en las once horas y once minutos. La fecha que marcaba era la del veintiuno de diciembre de dos mil doce. Confundido, emprendí la tarea de corregir la hora y la fecha, sin saber todavía, aunque lo comprendería más tarde, que se trataba del instante que mencionaba la fantasmagórica figura del templo. Me sentí un explorador ya no de paisajes sino de dimensiones. Esa tarde se había creado un puente humano de civilizaciones. Distanciadas en el tiempo lineal pero que cohabitan un espacio común al que pude acceder sin saber realmente cómo. A pesar de la destrucción y el aniquilamiento, toda gran civilización sobrevive su tiempo. Tanto en las paredes que la vio vivir, como en la historia que impide su olvido.

Luego de todo lo que esa tarde había acontecido, decidí devolver mi cuerpo cansado al hotel en el que me hospedaba. Mucho he reflexionado desde entonces. Y a pesar de lo increíble de mi relato, juro haber vivido o al menos soñado, todo lo que me he encargado de narrar y trasmitir sin saber todavía su real significado. Seguramente, nunca lo conozca.

Leandro Pafundi

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