La máquina del tiempo por Juan Carlos Dall'Occhio

Alguien dijo una vez que me fui
de mi barrio. ¡Cuándo! Pero cuándo,
si siempre estoy llegando.

Aníbal Troilo


Es imposible recordarlo todo. No recordamos, por ejemplo, cómo éramos cuando teníamos tres años. No recordamos aquella pequeña lastimadura consecuencia de un mal cálculo en los juegos de la plaza. O el paseo de la mano de un tío, abuelo o vecino, que, por diversos motivos, ya no cruzamos por la vida. La memoria recupera parcialmente los momentos, pero intentamos llenar ese espacio vacío con fotografías y documentos para que el difuso cuerpo tome forma. Otras veces hay que hacer un esfuerzo mayor para la reconstrucción, ese es el terreno de la imaginación.

Hay diferentes motivos que pueden cristalizar la nostalgia, inevitablemente éstos nos llevan a viajar ficticiamente al pasado, a intentar encontrarnos con nuestro ser tiempo atrás. Y nos entregamos al juego del recuerdo, a soltar una sonrisa cómplice, o una lágrima hervida de bronca. La primera vez que aparece esta situación es señal de que el niño ya no es niño, que el joven adolescente renuncia a las fantasías y se topa con la realidad. Es un acto retrospectivo que suspende por un instante el tiempo de la inmadurez, para llevarnos, como un resorte que concentra su fuerza antes de un salto, a otra parte. Estas situaciones se activan en cualquier momento de nuestra vida, pero se desencadenan por un solo motivo: la necesidad del recuerdo.

Las fotografías son un buen documento para la memoria, son los guiños de los recuerdos. Allí nos reconstruimos. Cuando ves la foto de un amigo, de un familiar o de cualquier persona cercana, convocás sus anécdotas, su personalidad y tus sentimientos. Está todo allí, documentado, impregnando la imagen inmóvil. Mi abuelo paterno falleció cuando yo tenía nueve años, pero hoy podría dibujarlo en cualquier relato porque todas sus acciones viven en sus fotos que motivan mi imaginación. La fotografía está allí, existe, tiene vida material y el único esfuerzo que nos exige es observarla. Acción simple (o compleja), acción que nos sumerge en un mar de recuerdos y conjeturas que nos pueden llevar a recorrer sentimientos y sensaciones que de otra manera no se podrían desarrollar. También recopilamos anécdotas de personas que nos vieron o nos ven crecer, pero la memoria juega malas pasadas y esas sensaciones quedan intermitentes, inconclusas, porque esos recuerdos nos incluyen, pero no nos pertenecen. Recomponen la memoria testimoniándola y nosotros le agregamos nuestros propios recuerdos que la enriquecen, pero no nos pertenece. O volvemos a cartas, notas, viejos libros, películas, canciones... un sin fin de cosas que activan los recuerdos. Pero insisto, a veces es insuficiente, hay recuerdos cuya reconstrucción necesita de un esfuerzo más grande y de una conexión todavía más fuerte. Por ejemplo el de los lugares. Pero no me refiero a sitios estéticamente hermosos, me refiero a aquellos que cargamos de sentimientos, esos que sostenemos con hilo, los desarraigados. Que al igual que las fotografías están plagados de motivos y elementos que hacen vacilar nuestra cabeza, pero que a diferencia de ellas establecen relaciones de contigüidad con el recuerdo. En la mayoría de los casos, ese árbol, esa plaza, esa vereda aún existen, se puede volver a tocarlas. Están escondidos en la memoria por la misma cualidad que los componen, que todavía están ahí, existen. Obviamente que nosotros no somos los mismos cuando intentamos volver, pero ese punto de conexión entre el pasado y el presente existe, es real, como una máquina de tiempo que nos intenta devolver al otro.

En San Juan transité los primeros años de mi vida y después, por factores propios de la familia (y “económicamente” compartidos con el resto del país), me convertí en porteño. Adoptado por una ciudad. No fue tan malo. De todos modos yo tenía buenos recuerdos de la provincia, las fotos estaban allí y cada tanto les sacaba el polvo. Pero, al no volver físicamente, ese mismo polvo me cegó por muchos años. No podía ver más allá del papel fotográfico, porque las fotografías también nos vuelven esclavos.

Hace poco viajé. Busqué el lugar donde se fusionen esos pocos recuerdos, las fotografías, los documentos y las anécdotas. De pronto estaba sentado en la plaza de la esquina de San Martín y Antonio Aberrastain, a metros de mi (ex)casa. Saqué mis viejas fotos y en un esfuerzo vano intenté imitar una de ellas. Después me subí a un juego para usarlo de antena parabólica al pasado, mientras un grupito de niños me miraban rojos de la risa, pero nada salió de mi mente. Si tengo que ser sincero, fue poco lo que recordé en mi viaje. Choque de recuerdos. Pero me sucedió algo raro, cerré los ojos y me vino a la mente la una frase de una canción: “a veces quieres todo ya, y pasas sin sentir”. Dejé volver las fábulas. Me incorporé y mire a los chicos, ya distraídos en lo suyo, y me ví mirarlos. Estaba de su lado. Salté. Gracias a la imaginación reconstruí las situaciones más lindas de mi vida: desde el día en que todos los chicos del barrio nos entregamos a una carnavalesca batalla de bombitas de agua, que me recuerda mi hermana todos febreros, hasta el tema Cómo mata el viento norte que me cantaba mi joven cuidadora cuando mis viejos salían a recorrer el centro. Fue un triunfo impulsado por el fracaso que me envolvía en esa plaza, y que me llevó a abandonar mi esfuerzo. Sabía que algo sentía, y me empecé a imaginar de chico como chico.

Ahora estoy en Buenos Aires nuevamente, con mi viaje convertido en recuerdo, con las nuevas fotos reunidas en la vieja cajita donde guardo las viejas, y testimoniando en este ensayo sus efectos. Pasó a convertirse en experiencia, en memoria para el niño que ya no es niño, porque de eso se tratan los viajes, de salir de un lugar para después volver, y por eso también, nunca sentí que me fui de San Juan.

Juan Carlos Dall'Occhio

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