Presagios

La luna se acostaba sobre el gran Atlántico. Por el llano de la costa, la silueta oscura del Fuerte se recortaba sobre el horizonte pedregoso. Cruzando la barricada algunas luces permanecían encendidas. Por las ventanas, hacia la noche profunda, resonaban vaporosas las voces de los marineros que, entregados al trance etéreo, prolongaban la víspera.

Un hombre joven, apartado del carnal desenfreno, sentado junto a la ventana, entregaba sus ojos al mar que aparecía por sobre la roca. El papel resplandecía de a ratos apoyado sobre la mesa, entre la vela y la jarra de vino casi consumidas. Los pliegues sobre la hoja, remarcados por el tiempo, desdoblaban la ausencia, el bolsillo interno de la chaqueta, la incertidumbre, la pena. Savigny cerró los ojos, sus manos colgaban al costado, todo su cuerpo colgaba. Con un movimiento, lanzó su mano sobre la jarra y echó todo el vino sobre su boca. Tomó su abrigo y salió tumbando hacia la calle. Hacía frío, demasiado frío para junio.

El catre estaba deshecho. Colgó precariamente su abrigo sobre una silla y se abalanzó sobre el colchón. La luz de la luna se colaba por una diminuta ventana en la parte superior de la habitación. Tomó la carta. Las lágrimas rodaron por su rostro tibio, los ojos se cerraron antes de que se secaran.

Las cuatro embarcaciones se suspendían frente al muelle principal bajo un sol radiante. Sobre la explanada, algunos oficiales contemplaban maravillados la imagen proyectada por tal poderosa escuadra. El señor Chaumareys, capitán al frente de la misión, luchaba por mantener en posición su sombrero contra el viento que apabullaba desde el Norte. En el frente, los marineros cargaban los últimos barriles de harina sobre la Medusa, mientras algunos de los soldados, dispuestos a bordo, los sometían a burlas y agresiones constantes.

El capitán Chaumareys había pasado sus últimos diez años detrás de un escritorio, como despachante de aduana. Su único logro para acceder al cargo naval que se le había asignado era su marcado perfil monarquista. Luego de Waterloo, luego de Viena, el régimen monárquico repuesto supo encontrar en él un fiel representante de la Restauración. El tiempo se encargó de demostrar cómo algunos fieles compatriotas, cargados de las más honorables hazañas, se perdieron entre rangos insignificantes, desesperando la idea de alguna vez consentir un puesto de real alcurnia. El destino lanza su mueca macabra en los senderos menos previstos.

En pocos minutos todo estuvo listo. La muchedumbre, abultada en cubierta, despedía la costa del Charente con gritos, llantos e invocaciones de todo tipo. Los vientos eran favorables y en pocas horas el puerto y la isla quedaron atrás.

Rápidamente, el capitán dio muestras de su ambición por alcanzar la costa africana antes que el resto de la flota: ya antes de doblar el Cabo de Finisterre, la Medusa había dejado atrás a sus tres acompañantes: la corbeta Echo, el filibote Loire y el bergantín Argus .

Acodado en estribor, Savigny contemplaba junto a otros pasajeros las acrobacias que prodigaban alrededor de la Fragata un grupo de marsopas. Sus ojos se perdían en el azul profundo, hipnótico, entrecortado por los veloces cortes blancos de los animales. De pronto, se escuchó un grito desde el otro lado. Savigny corrió hacia el tumulto: ‘¡Hombre al agua!’, gritaban los más cercanos. Al parecer, un joven marinero había caído por una de las portillas, hacia el irremediable destino del mar. La Fragata viró, y a pesar de los salvavidas arrojados y del bote que bajó en socorro, todo esfuerzo fue en vano. El mar cobraba la primera víctima de esta travesía.

La noche trepaba por la borda. En su hamaca, Savigny acariciaba su frente sudorosa. Tenía su cuaderno en mano y anotaba libremente las frases que surcaban su mente. Como un reflejo, de tanto en tanto, palpaba el bolsillo interior de la chaqueta tendida sobre la cama. La Fragata había hecho escala en Tenerife, aprovisionándose de productos frescos, frutos y vino por lo cual esperaba ansioso la hora de la cena.

Habían atravesado el ecuador unos días atrás y, entre la ceremonia y los festejos a Neptuno, ya habían sucedido ciertas desatenciones: con el capitán embriagado sobre la cubierta festiva, un suboficial tuvo que cargarse el virar del timón, ante un choque inminente con un arrecife rocoso. La ruta entre las Canarias era peligrosa, no muy acostumbrada para los recorridos al África septentrional. Comúnmente, las embarcaciones rodeaban por el Atlántico abierto e ingresaban a puerto navegando desde el Oeste. El temor, sumado a las continuas insinuaciones sobre del capitán, se acrecentaban a cada momento.

El último ruego se produjo sobre el paso de Cabo Blanco. El ministro de marina fue imperioso: tomar Oeste-Sur-Oeste para evitar el Banco de Arguin, hacia donde se dirigían en ruta directa. El capitán, nuevamente, desoyó los avisos aduciendo que pasarían a amplia distancia del extremo del banco.

Algunos días después, las algas marinas comenzaron a amontonarse al costado de la Fragata. Grandes bancos de peces se movían alrededor. El agua transcurría más oscura y espesa. La profundidad disminuía palmo a palmo. Al principio, dieciocho brazadas; luego, diez; seis. Entonces el golpe. Como un puño de arena. El destartalado barco dio un taconazo y siguió unos metros más. La popa se estremeció unos segundos. Luego se detuvo completamente. Entre los gritos de pavor y lamentaciones enajenadas, Savigny corrió a cubierta para observar lo que pasaba. Toda la tripulación se encontraba fuera de sí. Algunos desbordados por su razón dieron rienda suelta a la desesperación. Él conservó la calma y se asomó por el barandal: todo el frente derecho del casco se había incrustado sobre el fondo fangoso.

Luego de varios días e intentos fallidos por alivianar la nave y desfondar, el casco había cedido y el agua había comenzado a filtrar gravemente. La deserción era inminente. Sin embargo, el barco sólo contaba con seis embarcaciones salvavidas, de diferente tamaño y capacidad, en las que no tenían lugar los casi doscientos desdichados que poblaban la tripulación. El plan se trazó abiertamente: se construiría una balsa con las partes que sirvieran del navío, lo suficientemente grande para alojar la mayor cantidad de hombres y provisiones posible. El resto de la partida tomaría los botes, que remolcarían la balsa hasta la costa. Allí, organizarían una caravana para cruzar el desierto y llegar a St. Louis.

Los oficiales se encargaron de dividir las más de doscientas almas desgraciadas. Rápidamente, el capitán y los altos oficiales, profesionales y pasajeros tomaron los botes. Sobre la balsa, construida con las vigas, los mástiles y la cubierta de la Medusa, se ubicaron 150 personas, algunos barriles de vino y cajas con bizcocho. El agua cubría hasta la mitad sus cuerpos. Cada uno debía cargar con lo mínimo indispensable. Savigny miraba atónito la multitud, enardecida por un lugar en el centro de la máquina, el único lugar que permanecía por sobre el nivel del agua. Sólo pensaba en una cosa: no había podido rescatar su chaqueta. Su mente oscilaba entre ese bolsillo y el rostro rancio de los marineros amuchados junto a él.

Los botes comenzaron a avanzar. Enormes tirantes de soga ataban cada barca a la punta de la balsa. El bote más atiborrado, en busca de reducir su sobrepoblación, fue en busca de las otras embarcaciones que iban más sólidas y livianas. Ante la negativa, emprendió rumbo hacia el último bote, que iba al frente de la formación. Al verlo aproximándose a toda velocidad, la tripulación comenzó a impacientarse. El comandante, con temor a una colisión, soltó la amarra del remolque de la balsa y dobló la marcha. El grito desertor resonó desde el bote del capitán: ‘¡Los damos por perdidos!’. Una por una, las demás cuerdas se fueron soltando. Inflamados de cólera, provistos de todo desconcierto, abandonados a la deriva, a sólo dos leguas del naufragio, los miserables pasajeros de la balsa profanaron las más altas injurias y ante tremenda perfidia lanzaron aullidos de venganza hacia los traidores sin piedad alguna.

El ‘aspirante de primera clase’, más veterano de toda su clase a bordo, M. Coudin, fue el encargado de comandar la delicada y forzada situación en la balsa, a pesar de encontrarse malherido en una pierna y reducido en sus movimientos. Un mástil improvisado fue levantado, con partes de la balsa, y se hicieron cuerdas y amarras con las sogas del remolque. La única ración de comida que había fue repartida. Así, desprovista de todo medio de navegación o sustento, entregado su destino al mar como a la voluntad de la divina providencia, la precaria balsa se hundía en la oscuridad de la noche.

Y con la penumbra sobrevino la agitación. El mar arrebolado, acometió contra los cuerpos superfluos, apenas sostenidos al intrépido artefacto. Miles de gritos, llantos y quejidos se hacían al aire, y la exclamación de dolor y pena alcanzaba cada rincón de cada alma. Los brazos y piernas giraban por el aire espumado, llevados por las olas. El agitado tormento se prolongó toda la noche.

El día dio a conocer el saldo de aquella primera oscuridad. Al menos veinte habían perdido su aliento. El mar calmo y el viento fresco, dejaron que el transcurso de la jornada fuera más apacible, aunque las mentes comenzaban a desentonar y los vacíos y alucinaciones se aparecían delante de los ojos a cada momento.

Más aún, la noche arrastraba sombría la mueca del recelo y el fantasma de la muerte se lanzaba sobre los desgraciados que no podían verlo. Los soldados y marineros -enrolados desde la infinidad de prisiones coloniales francesas- perdidos de esperanza, se alzaron en motín contra los oficiales. Su único deseo era apoderarse del vino, emborracharse y destruir todo vestigio de la balsa y cualquiera que estuviera en ella. Luego largarse al mar, al dulce líquida de la muerte.

Con su mano empuñando el sable, Savigny batalló junto al resto de los oficiales y hombres que habían permanecido fieles, en el centro del aparato, alrededor del mástil, los embates incesantes de los amotinados que casi doblaban en número. El extremo de la angustia y las privaciones más austeras, encendieron en aquellos hombres la fuerza y coraje de mil batallas. Pasada la medianoche el combate había menguado. Savigny, abatidas sus fuerzas al mínimo, se entregó al ensueño y trance de la noche, perdido entre pesadillas y sangre.

Los rayos de sol se levantaron contra los sobrevivientes. Al menos sesenta habían muerto en el combate nocturno. Más aún, en el fulgor de la lucha, habían sido arrojados al mar dos barriles de vino y las únicas dos cajas de agua, quedando sólo un barril de vino para los sesenta hombres restantes.

Apoyado contra una de las vigas laterales, Savigny hundía sus pies heridos en el agua para calmar el dolor. Sobre su lado, con la cabeza hacia el mar, yacía el cuerpo de un marinero. De pronto, Savigny vio cómo el cadáver comenzaba a agitarse. sobresaltado, volteó la cabeza: arrodillado sobre las piernas del cuerpo, uno de los marineros hundía su sable contra la pierna del desahuciado y se entregaba a su carne con el más intenso ardor de voracidad. Savigny levantó la mirada para ver la misma escena repetirse una y otra vez, a lo largo de todas tablas. Algunos mascaban sus cinturones, su ropa, trapos, fundas. Había quienes incluso sucumbían a su propia orina o excrementos. Savigny giró su cuerpo y se arqueó sobre el mar. El escenario se prolongó durante todo el día. Pese a las arcadas, al día siguiente, ante la mejoría que había producido en aquellos que lo habían hecho, Savigny tuvo que ceder a la náusea y junto al resto de los oficiales probar la carne cortada y puesta a secar en rodajas. Durante esa jornada, pudieron dar con un gran número de peces, lo cual adhirió enormemente al desabastecido grupo.

Aquella noche, algunos marineros se lanzaron nuevamente contra el grupo de oficiales, en deseo de apoderarse del restante de vino y pescado, y de los objetos de valor que habían sido juntados y colgados del mástil. Nuevamente, la batalla cruenta y desbocada llevó, junto con la derrota de los amotinados, a más derramamiento de sangre.

Al levantar la mañana, sólo treinta hombres permanecían con vida, casi la mitad de los cuales, apenas podía mantenerse de tan malheridos. Se planteó un dilema: los oficiales calcularon la cantidad de provisiones que consumirían los heridos y moribundos y el número de días que podrían aguantar en esas condiciones. La terrible resolución de arrojar al mar a las personas heridas sin posibilidad de resistir, para incrementar las chances del resto, ya no pesaba sobre los cuerpos endurecidos de estos hombres, dispuestos a sobrevivir a pesar de todo. Así, quince hombres se aferraron a la balsa, con los días contados y la esperanza inerte de ser encontrados.

En los últimos días la desesperanza, el abatimiento y la resignación, se mezclaron con signos de fe e ilusión. Una mariposa blanca apareció entre el viento y fue a posarse sobre el mástil. A su vez, grupos de gaviotas pasaban revoloteando por sobre los integrantes de la balsa.

Una mañana, esperando su ración de vino, Savigny escuchó el grito petrificado de uno de los capitanes de infantería. Sobre el horizonte se dibujaba la figura de un barco. Restregándose los ojos, Savigny enderezó su cuerpo tratando de observar mejor. Un llanto de alegría colmaba el corazón cada uno de los desdichados. La embarcación, sin embargo, se encontraba sumamente lejos y sólo se veía la punta de sus mástiles. Excitados de esperanza y miedo, de inmediato se arrojaron a enviar señales hacia el navío, con pañuelos y telas de diversos colores atadas sobre aros del casco. En vano. A la distancia, el barco se hundía sobre el acaudalado mar. La desdicha inundó sus almas y se entregaron nuevamente a su pena y desdén.

Cubiertos por el sol, bajo una carpa improvisada con una vela, resolvieron grabar en una madera todos sus nombres y un breve detalle de sus padecimientos. Aún se encontraban en esta empresa cuando de pronto, mirando absorto por entre las telas, el maestro de artillería exclamó: ¡Nos salvaron!, ¡el bergantín nos salvó!

Las amplias velas desplegadas, bravas al viento, se abrían paso hacia la balsa. El Argus los había encontrado, luego de quince días de vagar por el océano en su búsqueda, había dado con ellos.

Mientras viajaba a bordo del bote salvavidas, con los ojos hundidos, la barba frondosa, la piel agujereada, delirante, casi desnudo, Savigny repartía abrazos y palabras de agradecimiento hacia sus rescatantes. En su recuerdo quedaba la historia de un naufragio, y una noche en que decidió escapar hacia su muerte.


Pedro Rivero

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