Vilipendio a la nimiedad


You tell me it's the institution
Well, you know
You better free your mind instead

The Beatles

Cualquier viaje implica lejanía. Siempre nos estamos desplazando, siempre nos rebelamos contra el sitio en el que estamos, siempre cambiamos de lugar con la esperanza de que el nuevo nos sustraiga de la realidad vivida en el anterior. Escapamos. Hacemos una especie de recreo en el transcurso natural de nuestra vida. Recreo, porque siempre reincidimos en la rutina. Nos entre-tenemos en medio de circunstancias odiosamente cotidianas. A veces el viaje en sí poco importa...interesa sólo el destino que nos suspenderá: la idea es llegar. Y sólo cuando estemos en ese lugar, recién en ese momento podemos empezar a vivir momentos extraordinarios (o aunque sea, menos ordinarios). Se cree que el viaje en sí, en la ruta, en calle, en las vías, por las nubes, debe servir de puente entre la rutina y la pseudo huída de ella. Confiamos que entre nuestro punto de partida y el de llagada no habrá ningún obstáculo, ninguna sorpresa...que el recorrido se encargará de hacer parkour entre los dos puntos. Todo perfectamente previsible. Todo esquemáticamente arbitrario. Un brindis por la derrota del libre albedrío.

Los viajes urbanos parecen una apología a la planificación y al deseo de llegada: recorridos de colectivo claramente detallados en la Guía T, líneas de subte con salida normal cada 3.45 minutos, trenes con horario estipulado de llegada. Parecería que nada está librado al azar, que todo se puede prever, por eso nadie escribe un diario de viaje cuando va a su trabajo... La incertidumbre peticiona y recibe un “no a lugar” de respuesta. Si surge cualquier imprevisto, automáticamente se escuchan suspiros profundos. El señor mayor interrumpe a la joven que lee al lado suyo en el subte y le lanza sus comentarios de indignación. Los del asiento del fondo del colectivo insultan al chofer y a los manifestantes. Las quejas y los insultos pululan por todos los vagones del tren. Cortes o arreglos de calle, accidentes, protestas, paros de transporte o desperfectos de los mismos, falta de combustible... son ataques inescrupulosos a la forma “normal” de ser de la vida en ciudad. Una señora viajaba en la línea seis a las diez de la mañana y se levantó de su asiento en el impenetrable cruce de Callao y Corrientes. Cuando el colectivo estaba por llegar a Paraná, la anciana llegó al primer asiento y le preguntó al conductor: “¿Va hasta Uruguay?”. Faltaba sólo una cuadra. La respuesta fue: “Sí, a menos que alguien se haya hartado de que el gobierno le falte el respeto y salga a protestar”. Una mente desprevenida puede sospechar que el chofer no estaba a favor de los reclamos o de los cortes y sublimaba su bronca en un chiste fácil; una mente abierta, que dio lugar a la posibilidad: llegar a Uruguay no era del todo seguro, teníamos toda una cuadra para romper los esquemas.

Algunos confunden la previsión relativa que se puede tener cuando se viaja por la ciudad con la certeza absoluta y de esta manera convierten al viaje en una rutina en sí mismo. Los transportes son sólo medios...los puntos de partida y de llegada son los que importan, los extremos, el blanco y el negro. Y así no sólo los grises sino todos los colores quedan afuera. Benjamin sostiene que cada mañana se nos informa sobre las novedades de toda la tierra y, sin embargo, somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Lo extraordinario en la ciudad fastidia. Se necesita seguridad. No se puede estar perdiendo tiempo, time’s money y los “desperfectos en el correcto funcionamiento del transporte público” nos lo hacen perder. ¿Los viajes metropolitanos deben ser exactos, precisos, previsibles? ¿No estaríamos siendo demasiado funcionales a un estado dado de las cosas? ¿Los viajes cotidianos no nos demuestran, acaso, que son capaces de desestructurar cualquier conjetura previa? Quizás los trajines habituales podrían no ser tediosos, sino rupturas contra el sistema. Si Richard Bach (iluminado por ideales románticos) tenía razón, si cambiamos nuestro pensamiento, el mundo alrededor cambiará también.

En nuestro diario vivir atravesamos momentos en los cuales la concentración es imposible, a veces necesitamos evadirnos de determinadas situaciones, pedimos a gritos una respuesta que alivie nuestras carencias cotidianas. Los viajes mentales nos brindan soluciones a estas cuestiones: sueños en vigilia, fantasías, deseos novelados...la incertidumbre aquí es total, el poder de la mente es impredecible. Asociaciones libres, inconcientes, incoherentes. Huimos, siguiendo caminos formados por puntos en común de recuerdos, vivencias, conversaciones, frases, películas, libros...todo vale. Nuestro pensamiento divaga y navega por un sinfín de universos vividos y crea historias alucinantes, complejas y caleidoscópicamente diferentes cada vez que retoma el vuelo. Nunca se podrá reconstruir exactamente estos viajes ni descifrar el motivo de las conexiones que se hicieron. En ello radica su incertidumbre, su misterio, su magia, que no causa en absoluto angustia sino que nos aleja de ella, nos protege, nos conforta. Un viaje sin riesgos en el que no tenemos nada que perder. A veces, al llegar al clímax de estas genialidades absurdas, desordenadas, enredadas, necesitamos plasmarlas, con el fin de que adquieran algún tipo de forma armónica. Quizás lo hagamos solamente para satisfacer nuestro apetito caprichoso de crear algo, de no ser simples especimenes de estadística dentro del uniformador laboratorio social. Verdades reveladas que necesitamos patentar en algún lado. Buscamos desesperadamente un papel, memoria del celular, boleto...cualquier cosa. Incluso la piel, tatuárnosla si es posible, como lo haría el amnésico Leonard de “Memento”. Supongo que este es un excelente comienzo de una obra artística. El arte no puede ser racional. En cierta medida la mirada diferente de los viajes urbanos necesita de esta evasión mental...serían dos viajes dentro del mismo. Se transforman dialécticamente. Se enriquecen, se complementan, se enmarañan...no, no son dos viajes...son cuatro, diez, cien. El viaje mental nos hace escuchar olas donde todos escuchan ruedas deslizándose sobre el asfalto, las bocinas son gaviotas...los desvíos dan cuenta de que la ciudad es un laberinto, no una autopista (un laberinto, no un caos; al igual que Borges, quiero creer que en el fondo todos tenemos el deseo de que todo esto tenga una forma coherente). Basta con que nos desautomaticemos. Que seamos como el loco de Ferrer: que salgamos de nuestra casa, lo de siempre en la calle y en nosotros, cuando de repente...y que con ese de repente quebremos algo. Convirtamos a la rutina en un bufón amateur y nos riamos de y con ella. “Viajar así –sostiene Ricardo Forster- implica una subversión y un reencantamiento de aquello que había sido capturado en las redes de la racionalización”. Sumar el viaje urbano al mental a lo mejor violente la mirada funcionalista de pensar a la sociedad como un organismo y a cualquier cosa que lo perturbe como una enfermedad que tiene que ser curada para volver al equilibrio...a lo mejor se pueda pensar en el conflicto como lo “normal” y ver cómo lo usamos a nuestro favor. “La vida es conflicto con momentos de tregua”, sentenció un profesor en una de sus inolvidables clases. De esta manera, si no decidimos involucrarnos y averiguar qué es lo que no nos deja “transitar libremente” y las razones que tiene para hacerlo, al menos no pensemos que salir a la calle equivalga a estar protestando e insultando. Forster cita a Magris para hablar de literatura y sintetiza en una frase el efecto que puede causar la desautomatización del viaje urbano: “logra, sin abandonar nuestra cotidianeidad, hacerla estallar en mil direcciones, quebrando las univalencias, las formas acabadas de lo verdadero, hasta hacer proliferar, como juego único y misterioso, la plenitud desbordada de la realidad del mundo junto con la amplificación de la propia interioridad de los hombres”. Podemos utilizar el desasosiego a nuestro favor, será divertido ver cómo desentonamos con la mayoría y así cultivar el arte de aprender a perdernos en la ciudad. Ese arte del que nos habla Benjamin, el que quiebra los esquemas mentales que representan un paisaje racionalmente trazado.

Tal vez todo esto suene a una suerte de compensación simbólica. A un discurso apologético de la falsa conciencia que aspira a naturalizar el caos del tránsito urbano. Y me pregunto si no tendrá más que ver con la revolución que con la dominación, si no equivaldría a los graffitis parisinos de allá por mayo del ‘68 que sentenciaban: “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Una analogía que escuché una vez explicaba esta frase de la siguiente manera: si tu objetivo es comprar una remera que cuesta cincuenta pesos, no vas a ofrecerle ese dinero directamente. Le ofrecés treinta y quizás, regateo de por medio, el vendedor acepta, lo peor que te puede pasar es pagar los cincuenta pesos. La frase apunta a lo mismo: buscá lo imposible...quizás te quedes con lo real, pero si vas desde un principio con la realidad, ya estás perdido antes de empezar.

Ojalá, al subir al colectivo y después del “un peso, por favor”, obtengamos algo más que un boleto y festejemos la incertidumbre que ese “algo más” nos provoca, que tengamos la sospecha -al igual que Martín Caparrós- que el viaje sin esa amenaza sería una levedad insoportable. Como Sting, I hope that someone gets my message in the bottle...

Georgina Vaioli

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