Antología Manufactura textual
Antología de textos escritos por alumnos de la carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA) en el marco de la materia Taller de expresión 1 (Reale)
Lecturas
por Jimena de la Barra
El corazón de las tinieblas es una novela corta pero intensa. La narración está repleta de descripciones densas y observadoras que no le dan al lector visiones panorámicas o retratos de los personajes, sino que a medida que avanza la trama todo se complejiza.
En el texto abunda el silencio, las ausencias. Lo que Marlow calla es, muchas veces, más importante que lo dice. Son esas omisiones las que las que generan cierta empatía entre Marlow y el destinatario. El absurdo está constantemente presente y se acentúa a medida que avanza el relato. Marlow lo deja en claro, a medida que se adentra en el Congo las incógnitas son más y las respuestas menos. Por lo tanto, para lograr transmitir este desconcierto al narratario lo envuelve en dudas y enigmas constantemente mediante la omisión de información. Marlow también se molesta con los sinsentido que se le presentan y se lo hace saber al lector. “Lo cierto es que cuando pienso en ello todo el asunto me parece demasiado estúpido y sin embargo natural”.
Sin embargo las descripciones están cargadas de contenido. Nos muestran un paisaje enmarañado y confuso como la trama del relato. Y es así como también nos identificamos con Marlow en su desconcierto. Los personajes son enigmáticos. La gran mayoría parecieran contagiados de la oscuridad del paisaje. Sobre todo Kurtz. Kurtz es un personaje central en la trama del libro, alrededor gira gran parte del misterio. Vive en el interior de la selva cerca de los nativos, y Marlow deberá recogerlo. El relato sobre Kurtz se nos va dando a retazos con informaciones que Marlow explica que ha oído de aquí y de allá. Marlow cuenta que todos hablan de él como si fuese una leyenda. Kurtz es un personaje contradictorio. Es temido y amado. Los nativos le adorna como a un Dios; alguno blancos lo admiran profundamente y otros lo odian. Marlow también tiene sentimientos encontrados con respecto a él. Durante todo el libro la curiosidad sobre este personaje está presente, luego al parecer ridiculiza a aquellos que lo veneran (como por ejemplo al muchacho ruso) pero al llegar el final se convierte en uno más de sus fieles admiradores:
Por eso permanecí leal a Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho tiempo después volví a oír su voz, no si voz, sino eco de su magnífica elocuencia(..).
Kurtz tampoco se salva de la ambigüedad de este libro en donde nada es lo que parece. Vive con los nativos, ellos lo admiran, lo veneran. Pareciera que quiere civilizarlos aunque también se sumerge su forma de vida. Sin embargo momentos antes de conocer a este personaje no encontramos con un informe escrito por él acerca de los salvajes, ante el cual el mismo Marlow se queda atónito:
Era muy simple y al final de aquella apelación patética a los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en el cielo sereno: “Exterminad a esos bárbaros.
El primer narrador de este relato es un marinero que viaja en el “Nellie” junto con Marlow. Él se lo presenta al lector y luego le cede la palabra durante todo el desarrollo del relato. Esto tiene un efecto interesante porque nos da la oportunidad de conocer esta historia desde la perspectiva e un personaje tan interesante como lo es Marlow con sus ideas propias, sus críticas y observaciones; pero a su vez nos da un pantallazo del Marlow visto desde afuera por un joven marino. Un Marlow tan misterioso y admirado como el mismo Kurtz.
El corazón de las tinieblas es un libro repleto de ambigüedades en el cual el narrador no termina de contarnos qué es lo que sucede. Sin embargo, ocultando más de lo que dice, esta novela logra plasmar las imágenes y las sensaciones de Marlow, los personajes y los lugares de los cuales seguramente luego haya sabido mucho más que nosostros, pero no en aquel entonces. Y es esa historia la que Marlow quiere compartir.
Ser Pasolini en la India
El narrador de El olor de la India se siente extraño al lugar. Se muestra ajeno y fascinado. Está ansioso por saciar su curiosidad y salir a recorrer este país desconocido para él. No le interesa salir a ver lo turístico, lo monumental, sino que quiere adentrarse en lo más íntimo de la India.
“Son las primeras horas de mi estancia en la India y no sé cómo dominar la bestia sedienta encerrada en mi interior, (...)”.
El cronista describe constantemente. Observa minuciosamente lo que lo rodea y lo describe. No le interesa demasiado ser objetivo. Todo lo que cuenta pasa por el filtro de su visión, el relato está cargado de subjetividad. Así es como, según su impresión, sus gustos y sus preferencias, nos va narrando lo que sucede. Y acudiendo muchas veces al uso de metáforas y comparaciones, nos cuenta lo que le desagrada, lo que parece bello y los recuerdos que le suscitan las imágenes.
“(...) pobres vacas cuya piel se había vuelto de barro, obscenamente flacas, algunas pequeñas como perros, (...)”
El paisaje pareciera abrumarlo. Está lleno de tiendas, de coches, de vacas y sobre todo de gente. La India es un país superpoblado y quien narra nos lo hace saber. No se detiene demasiado a mirar monumentos o edificios, son breves momentos en los que contextualiza al lector. Lo que lo rodea es gente. El otro. Lo que le llama la atención durante la crónica es el otro, el otro hindú. Lo que viste, lo que hace, sus expresiones. Por momentos pareciera que sus habitantes son lo único que decora el paisaje. Este hindú complejo, al cual él mismo no quiere reducir a lo simple, a lo predecible; sino que quiere conocer con profundidad. Los observa con curiosidad y fascinación pero en ocasiones se muestra desconcertado. Se enternece con su cortesía y paciencia, pero se exaspera con su pasividad y con su resignación.
...los indios se levantan con el sol resignados, y resignados empiezan a ocuparse de algo: (...) nunca están alegres sonríen a menudo, es cierto, pero es una sonrisa de dulzura, no de alegría
Incluso se muestra asqueado. Lo desagradable no deja de estar presente en la crónica. La India le agrada y le fascina pero también le repele. Lo sucio, lo grotesco, la miseria. No lo dice de manera de despectiva ni agresiva, sino que lo hace saber, lo quiere transmitir, que el lector esté ahí y lo observe de cerca. No es casual el título de la crónica “El olor de la India”:
Las calles están ya desiertas perdidas en su polvorientos, seco, sucio silencio tienen algo de grandiosos y al mismo tiempo miserable
Este narrador es un cronista que nos muestra la India y sobre todo nos permite ponernos sus lentes y verla desde su visión.
No todo es Bariloche y esa cosa que nos regocija
Temprano, 7:30 AM, con el equipo de mate, el pelo medio revuelto y la voz todavía algo áspera me subo al auto, de copiloto. Un papelito con las rutas a seguir nos guiará los próximos 330 kilómetros que unen Pedro Luro a Carhué. Una parada en una estación de servicio de Bahía Blanca a recargar el termo y comprar unas medialunas para desayunar es el único momento para estirar las piernas. Mientras el sol asoma, entre un poco de charla, otro poco de lectura y un poquito de silencio, cruzamos “el rincón serrano del orgullo nacional” como reza una letra de Almafuerte. Las sierras se nos presentan para deleitar nuestra vista por un rato. –En una de esas, termino viviendo en un ranchito ahí arriba- comento señalando la sierra que le dio el nombre a todo el cordón, con el agujero en la cima que simula ser una ventana. Ella ríe.
Continuamos cruzando puentes de arroyos y de a poco vamos dándole la espalda a aquella asombrosa postal. Se puede apreciar a simple vista a medida que avanzamos unos kilómetros, en la vegetación y en los cultivos aledaños, las variaciones de los niveles de precipitaciones. Qué hermosa y generosa es nuestra pampa húmeda. Finalmente, el cruce con la ruta 60, que nos conduce los últimos 35 kilómetros hacia la localidad de Carhué, bañada en sus costas por el saladísimo Lago Epecuén.
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Villa Epecuén era el nombre que recibía una villa turística bonaerense, ubicada a 12 kilómetros de Carhué, a orillas del Epecuén, en el partido de Adolfo Alsina, muy cerca del límite con la provincia de La Pampa. Su creación data de la década de 1920, y a partir del paso de tres líneas de ferrocarriles y la incipiente industria hotelera termal, logró consolidarse como tal y permitir el aluvión constante de turistas. Su población constante era de tan sólo 1500 habitantes, pero durante la temporada alta de noviembre a marzo recibía alrededor de 25000 turistas. Nada mal para el turismo regional.
El 10 de noviembre de 1985, a las tres de la mañana, el terraplén de tierra y piedras construido para contener las crecidas del lago se rompió y el agua pasó, inundando así a toda la Villa. Para 1986, el pueblo poseía cuatro metros de agua en sus calles, llegando en 1993 a más de diez metros.
-Algunas personas se lo esperaban, tenían sus cosas guardadas en cajas, arriba de los muebles, pero a otras personas el agua los sorprendió durmiendo, cuando se mojaron la espalda. Nosotros sacábamos y trasladábamos las cosas arriba de las camas de dos plazas viste? Funcionaban de balsas- me comentaba Rubén Besagonil, un ex habitante de Epecuén.
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El pueblo de Carhué tiene aproximadamente once mil habitantes. Como era de suponer, alrededor de su impecable plaza central están sus principales instituciones, entre ellas la Iglesia y la municipalidad. –No querida, agarrá y andá por Pellegrini hasta Belgrano, doblá a la derecha y pegale hasta Colón. Ahí esta la terminal de ómnibus. Vas a ver que adentro está la Oficina de Turismo- me dijo una de las mujeres que atienden en la mesa de entrada de la municipalidad.
Seguimos con lo recomendado y dimos con el objetivo. Un joven, la única persona en la pequeña Oficina, me da las instrucciones para acceder a la Villa y unos mapas que sirvieron de guía a lo largo de toda la jornada. Suena el teléfono, responde unas inquietudes, corta y enseguida se sumerge nuevamente en nuestra conversación. –Y… el tema de la inundación, o sea, en el año 40 ya hubo también un problema en el que casi quedamos todos bajo agua…- anuncia. Y comienza a contarme un poco de información necesaria para entender lo que pasó. Entender lo que pasó, pienso yo, entender lo que pasó…
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El Lago Epecuén es el último eslabón de una cadena de lagunas llamadas Encadenadas, las cuales vierten sus aguas en él. Por su alta concentración salina, la laguna es híper marina, diez veces superior al mar. Sus aguas se aprovechan para combatir depresión, afecciones reumáticas y de piel y agotamiento psicofísico. El clima de la zona es “bipolar”, hay años de intensas lluvias y años de largas sequías, debido a estar ubicada entre la pampa húmeda bonaerense y la sequedad de la provincia de La Pampa. En los años ’50, durante una larga ausencia de lluvias, el lago casi desaparece. La gente exigía la entrada de agua, y luego de varios años, el gobierno provincial construyó el canal Ameghino, una obra que conectaba varias cuencas y regulaba el caudal de agua de todas las lagunas de la región. Con este sistema ninguna se secaría y no había riesgo de inundación. Pero no se controló más a partir del golpe de Estado de 1976. –Se abrió la canilla, pero no se la cerró más- graficó Rubén Besagonil.
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-¿Estaba previsto que se podía inundar?- pregunté al joven de la Oficina de Turismo
-Estaba previsto, por supuesto. Se podría haber prevenido un poco el tema, de tratar de hacer un terraplén mucho mejor, pero bueno… La gente se quedó en el molde, digamos, y no quisieron hacer nada- contestó.
-¿Y las autoridades?
-Y las autoridades tampoco.
Más tarde, ex habitantes de Epecuén comentaban que el problema en un momento fue la falta de decisión y consenso en el debate planteado a raíz del problema del constante crecimiento del lago. Algunos pedían las obras hidráulicas necesarias, otros pedían el reforzamiento del terraplén. Muchos intereses en el medio.
-Una vez ocurrida la tragedia, se hicieron las obras de hidráulica necesarias para el mejor control del agua, y hoy en día está bajo control. Igualmente estamos en una época de sequía importante que permitió la retirada de una buena parte del agua- me informó el joven.
-¿Carhué corre peligro también?- pregunté luego de ver fotos donde el agua llegaba hasta el camino de la costanera, años atrás.
-No, en este momento no. Ahora el lago tiene un tamaño ideal, el de toda la vida, que es el que llegaba hasta Epecuén, volvió a su cauce natural. Ahora ya no pasa más nada, ahora tiene que llover muchísimo, tiene que pasar un desastre natural como para que Carhué se inunde.
Y yo, sigo tratando de entender lo que pasó…
***
El día está hermoso. Un soleado día de invierno. Siempre me gustó el sol de invierno, es el más delicado del año, como una suave caricia. Vuelta al auto, en la radio sintonizada en una AM de Bahía Blanca, están diciendo que hoy se cumplen diez años de la muerte de Favaloro.
Con la ventanilla un poco abierta vamos por el camino de la costanera hacia la Villa.
-¿Sentís el olor a sal? ¿Sentís el olor a mar?- me pregunta ella.
Sonrío y asiento. Efectivamente, el gustito salado estaba en el aire… Fuerte, penetrante…
Al ver que el camino estaba cortado por reparación, bajo a preguntar al hombre que allí trabajaba por dónde tenía que seguir. Luego de escuchar sus explicaciones y al verme cómo observaba el paisaje y la obra me dice sonriendo: -Desastre, ¿no?
Desastre sería lo que vendría después.
-¡Cómo vuela la sal! ¡Qué inhóspito! ¡Qué sensación de tolerancia de la gente! No todo es Bariloche y esa cosa que nos regocija, la aridez tiene su encanto- reflexiona mientras maneja. Coincido.
Mientras avanzamos se pueden ver al costado del camino los postes viejos que llevaban la electricidad a la Villa. Tienen los cables cortados colgando y en casi todos hay nidos de teros y horneros. Paramos un rato a ver bien una construcción abandonada a lo lejos, del otro lado del alambrado. Es el Matadero, tiene sus partes derrumbadas, está teñido de blanco como todo a su alrededor, y los árboles que lo rodean están completamente secos.
La vieja estación de ferrocarril está ubicada en la entrada de la Villa. En 1985 el ferrocarril fue fundamental a la hora de la evacuación de todo el pueblo. Un gran cartel gastado típico de estación vieja, dice Lago Epecuén, al costado de las vías. Está todo abandonado, a las ventanas le faltan los vidrios y a las paredes les faltan las puertas. Sobre las vías, el pasto crecido indica que el tren dejó de pasar hace un buen tiempo.
Continuamos por el camino de entrada. El asfalto está, en varias partes, poceado y lleno de baches. A los costados dos hileras de grandes eucaliptos nos guían a lo largo del último tramo de camino.
Lo que vino, por un momento, nos dejó sin palabras. En silencio, avanzamos a paso de hombre, mirando, contemplando… Un escenario digno de una película de terror. Casi todos los edificios derrumbados, cubiertos de tierra, postes caídos formando ángulos de 45°, árboles muertos y mucha, pero mucha sal.
Dejamos el auto sobre el final de la Avenida de Mayo, que alguna vez fue la arteria principal del pueblo. La Avenida en realidad continua, pero esa parte está sumergida. Hacia el final verdadero de la misma se divisa el gran tranque, otrora anaranjado, del Complejo Balneario Municipal que continua bajo agua. Una leve brisa constante nos golpea y nos susurra un aire de desolación.
Y empezamos a caminar. La sal se nos pega en la suela del calzado formando una gruesa capa blanca manchada de barro. Varios carteles con indicaciones como “No pasar: zonas derrumbadas y fosas abiertas” o con información sobre algunos lugares reconocidos que hoy se reducen a ruinas. Las fotos de los carteles nos dan un escaso panorama visual de lo que alguna vez había sido la Villa. Hermosas construcciones, lugares bien distribuidos, espaciosos… Al lado, una enorme pileta de concreto llena de ladrillos y palos, y un poco más allá un aljibe, también tapado de escombros.
El olor a sal es constante, pero a medida que nos acercamos al agua se vuelve más fuerte, en partes nauseabundo. Es increíble, pero todo está intacto: un limpiavidrios todo doblado y granulado, botellas, un montón de botellas. De todo tipo: de aceite, de gaseosas. Un sifón de soda emerge de lo que ahora es un charco. Inodoros destruidos, calefones y cocinas corroídas y oxidadas. Una bañera medio enterrada con una carretilla encima totalmente oxidada al punto de parecer de cartón.
-¡Mirá la campana!- me grita señalando una campana que había corrido la misma suerte que los calefones y las cocinas. Sí, seguimos sorprendidas. Es que uno piensa, intenta comprenderlo. Dejar todo atrás, rehaciendo o construyendo con alguna modificación lo que ya se tenía. Escapar, escapar del agua. De esa misma agua que tanta prosperidad había traído, que tanto había dado y que un día les quitó.
-Si salíamos a gritar en los medios, no venía la gente y nosotros vivíamos del turismo, pero si no salíamos a gritar, nos inundábamos…- me comentaba posteriormente Rubén.
Me habían comentado también que en Epecuén quedaba un solo habitante, un hombre de 85 años, que en realidad era “de por ahí” y que nunca había abandonado la Villa. Fui con alguna ilusión de cruzarlo pero lamentablemente eso nunca ocurrió. Quizá hubiera sido muy interesante.
Continuamos caminando, a mi lado cruzó una cañería rota, perdiendo agua. En las calles que desembocan y terminan sumergidas en el lago corren desfiladeros de agua, evidencia del retroceso del agua. Las pocas casas que quedan a pie, adentro tienen mínimo 50 cm de tierra y arriba de eso, escombros, o partes de techo caídos. Las paredes muestran los niveles del agua, cómo fue bajando. Un auto (en realidad sólo la estructura de abajo del auto) mitad enterrado, totalmente oxidado, descansa en una calle a pocos metros inundada.
De repente pego un grito y un salto, y después me río de mí. Una escultura de un perro me asustó. Pero no cualquier perro: tiene una pose de guardia, está decapitado y bastante destrozado. Da miedo.
Los árboles, todos secos y muertos, teñidos de blanco y con sus ramas peladas parecen sacados de una película de Tim Burton.
-¿Te imaginás venir de noche acá? ¡Ni en pedo!- me dice
-No, ni en pedo- pienso. Y me imagino todo ese escenario, tan pálido, una noche de luna llena. Brillaría en la oscuridad. Qué paradoja.
En el piso se forman una especia de ramificaciones de sal que, al pisarlos o patearlos se destruyen. Parecen pastos cubiertos por esa gruesa capa de sal que todo lo cubre.
-Bueno, ¿vamos yendo?- me pregunta. Ya todo esto como que aplasta y la entiendo.
En una pared alguien dibujó con cinta de papel una maceta con flores. A pocos metros, dos flamencos muertos. Hermosos, con plumas de color rosa y blanco, pero muertos. Es todo tan tétrico.
Nos subimos al auto, damos una vuelta más y regresamos.
***
De nuevo en Carhué, nos damos cuenta de que tenemos mucho apetito. Entre vuelta y vuelta finalmente damos con una rosticería. Tenemos que comer algo antes de visitar el museo.
Las empanadas son las elegidas a la hora de comprar. Comemos en la plaza y seguimos. El museo es otra linda cada vieja, renovada, de tres salas. Una sobre los pueblos originarios, otra sobre la Campaña al Desierto y la tercera sobre los “primeros” habitantes (europeos). Mientras charlo con el encargado, me cuenta nuevamente la historia de Epecuén y me ayuda a encontrar algún ex habitante dispuesto a charlar conmigo (Rubén Besagonil). Muy dispuesto, se ofrece enviarme más información acerca del tema (los guiones de un documental que el Museo Regional Adolfo Alsina sacará en septiembre). También me invita a comprar un DVD con un documental hecho hace unos años. No me puedo resistir.
La tarde está cayendo y decidimos volver para no viajar todo el trayecto de noche. Cargamos gasoil en una estación de servicio y llenamos el termo.
-Lo pase muy lindo, más allá de lo que vimos hoy, me gustó compartir este día con vos- me dijo mi vieja
-Yo también má- le contesté.
Mientras ella está en el baño, yo me río de un cartel de Homero Simpson con la barba, la melena y la boina simulando ser el Che.
Somer, el pueblo que no es
General Rodríguez es el pueblo en el que crecí, pueblo chico, tranquilo, con sus chismes, con sus miserias. Siempre ha tenido un clima de vacaciones. Los únicos dos lugares llamativos y conocidos por todos sus habitantes son:
Conforme avanzo desaparecen los últimos vestigios urbanos: quedó atrás el bosque de eucaliptus, la antigua morgue de la zona (tétrica por cierto), el criadero de lombrices y el abandonado tambo de
Recuerdo que en estos pagos pasaron sus últimos minutos Forza, Bina y Ferrón. Y pienso que si fuera un sicario este sería un lugar ideal para deshacerse de un cuerpo. Y pienso que alguien ya lo pensó.
A la vera de la ruta un poste marca el Km 23, un bosque de pinos corta la uniformidad de los campos y entre los troncos se pueden divisar algunas paredes blancas. Fin de
La colonia fue pensada para auto abastecerse y, por ende, tener el menor contacto posible con los centros urbanos. En las
Césped prolijo, rosales cargados, arbustos, palos borrachos, flores de todos los colores y fragancias. Hasta acá, alguien podría confundirlo con un barrio privado, estilo country, pero no. Acá no viven ricos, acá viven pobres y la seguridad es para los de afuera. El lugar es imponente, no sólo por la cantidad y calidad de las instalaciones, también porque semejante grado de planificación no puede ser otra cosa que producto del miedo. La prolijidad en los jardines es producto del tiempo invertido por quienes han tenido que pasarse la vida aquí dentro.
En total son 12 pabellones divididos en grupos de tres. Tal división actualmente no tiene sentido, pero antes, los enfermos eran separados por sexo, edad y grado de evolución de la enfermedad. Una frontera de alambre, más simbólica que efectiva, aislaba los pabellones de las instalaciones destinadas al personal médico y no médico del Hospital. En el mismo sentido y en tren de imponer fronteras, los parlatorios mediaban entre los internos y los pocos familiares que tenían los recursos económicos y la voluntad de visitar a sus parientes. El Dr. Manzi fue uno de los promotores de transformar en centros de recreación esos antiguos parlatorios.
Obregón
Camino en dirección a
Me presento, se presenta. Nos damos la mano, mano y palma (sin falanges), para ser objetivo.
Me cuenta del perro, Cachilo se llama. No tiene dueño, todos lo quieren, todos lo cuidan.
- ¡Ah como la canción de Yapanqui!
- Si pero Cachilo era un hombre. Lo que pasa es que éste parece santiagueño, se pasa el día durmiendo.
Obregón no vino, lo trajeron por la fuerza en 1954. Oriundo de Corrientes, no pasó el examen médico para el servicio militar a causa de unas manchas blancas en su cuerpo.
- Le ponían mal de Hansen y usted ni sabía qué era. Te vamos a mandar a una colonia en Buenos Aires, donde hay equipos de fútbol, cine, baile, todo. Los médicos te dicen la misma mentira siempre. Esto era una cárcel. Si salía con permiso y volvía un día más tarde, me metían en cana. Tres meses vas a estar. Y acá estoy (Se ríe resignado)
El Hospital Nacional Baldomero Sommer recibió, desde 1941, en nombre de la salud pública a hombres y mujeres que llegaban por su voluntad (portando diagnósticos que no llegaban a entender), o contra su voluntad (arrastrados por la fuerza pública y por empujones que solían entender muy bien) con el convencimiento de que permanecerían allí tres meses para después partir. Y no habían cometido crimen o violado ley.
- En el `77 me escapé con mi mujer. Nos fuimos para criar a nuestro hijo, no se permitían chicos acá antes. Te los sacaban y los mandaban a un hogar de monjas. Ni bien nacían se los llevaban. Después mi mujer falleció y yo tuve que volver.
Obregón le está escapando al bisturí. Se dobló el pie derecho trabajando. Como se había escapado de la colonia, tenía miedo de ir a un hospital y que los médicos lo denunciaran (experiencia propia). La suspensión de la medicación, el miedo y la falta de sensibilidad en las extremidades (síntoma propio de la enfermedad), contribuyeron al deterioro de los músculos y la retracción de huesos (también síntomas de la enfermedad). Según los médicos, no se puede hacer nada más que amputarlo para evitar una infección que derive en gangrena.
Casi sin tomar aire me cuenta la negativa y el por qué.
-No me quiero cortar tampoco. Yo jugaba al futbol antes, había cuatro equipos acá. Pabellón 1,2,4 y Barrio San Martin. A veces ni suplentes teníamos, así que jugábamos con cuarenta y pico de fiebre, lastimados, sin arquero o con un abuelo que esté parado ahí aunque sea. Si se iba uno ¡listo! Perdíamos. Y si éramos menos buenos peor (risas). El arquero era siempre improvisado, si la pelota iba derecho atajaba, si iba pa´ un costado era gol. Todos hacíamos un sacrificio para jugar. Eso sí que era amor a la camiseta. Yo jugaba de cinco en Once Corazónes.
Pero, había mucha unión acá, mucho compañerismo y ahora no. Cada uno tira pa´su molino como se dice. ¿Sabes qué pasa? Hay mucha gente sana ahora. Juventud a patadas pero no pueden formar un equipo.
La juventud de la que habla Obregón son los chicos que nacieron después del 1983, antes la historia era muy distinta. Desde las instituciones religiosas con presencia en los leprosarios, nunca se propició la anticoncepción. Aún cuando desde la medicina se creía que la enfermedad se transmitía también por vía placentaria. Y allí donde los humanos van, los acompaña el sexo y obviamente, los embarazos sucedían. Después de la muerte, no había peor noticia en la comunidad que un embarazo. Porque, apenas nacían esas criaturas, eran trasladados en ambulancia a un hogar de monjas llamado Colonia Mi Esperanza (actual Fundación Felices los Niños). En tanto las madres parturientas sólo podrían visitar a sus hijos un máximo de tres veces por año, sin nunca poder tocarlos. Cruel precaución.
Pero la lepra no se transmite por vía placentaria: los hijos de quienes sufren la enfermedad llegan al mundo abrumadoramente sanos. Seguramente esto explica la construcción en 1993 del pabellón psiquiátrico usando, paradójicamente, parte de las viviendas de las Hermanas Religiosas. Corolario de tanta brutalidad, de tanto cruel despojo.
Dory
Arranco con algunos números: Dorotea (Dory para los amigos), tiene 79 años. Hace 58 que vive en el Sommer. Es no vidente desde los 19 y hace 13 que vive en el pabellón psiquiátrico. Si bien no tuvo que pasar por la traumática experiencia de que le arrebaten un bebé, no tuvo una vida para nada risueña.
Bajita, muy flaquita, las manos como garras. Su tono de voz no denota precisamente tristeza, incluso se ríe mucho con lo que alguna vez fueron labios. Habla sola, ríe sola y llora sola pero basta escucharla para entender todo.
Nos sentamos en una especie de plaza, un cartel dice: “Paseo Monseñor Áspe” y es inevitable preguntarse quién habrá sido. Hay bancos y mesas con tableros de ajedrez cerámicos. Cruzando la calle “De los Arrieros” alcanzo a leer otro cartel, dice: “Anatomía Patológica”. Acá todo es así, muy crudo: el crematorio (inactivo), está a cien metros de la proveeduría. Eso sí, el cementerio está más apartado.
Dory tiene una curiosidad lógica por ese mundo que está afuera y que naturalizó como ajeno. Volcó sobre mí una catarata de preguntas y una vez que le conté mi vida, ella me contó la suya. Fue un pacto ecuánime.
- A ellos no les gusta que uno diga “lepra”. Ellos quieren que uno diga “Hansen” o “hanseníase” pero es muy difícil decir esa palabra, así que yo digo “lepra”, ya no me da vergüenza.
Yo cuando nací mi vida comenzó mal. Después de esa fiebre, empezó la lucha allá en casa. Mamá tenía manchas y papá empezó con los ojos, ya casi no veía. Después de esa fiebre.
Sí hasta el mismo cura nos prohibió ir a la iglesia. Por los otros, por el pueblo. Nos tenían miedo.
Dorotea nació en Galcedo, Chaco. Antes de ser derivada a Colonia Buenos Aires estuvo un mes en Isla del Cerrito, uno de los cinco leprosarios que funcionaban en el país.
- Nadie sabía de dónde venía esto. Ni los médicos sabían. Entraban al pabellón con una máscara, guantes, un delantal, todo. No entraban así nomás. Yo era perfecta. Sólo tenía unas manchitas acá, así, pero después del tratamiento se me fue todo (se lamenta de no tener una foto para mostrarme)
- Pero es así hijo…
Yo no lo perdono a dios si me mandó esto. No lo perdono. Si es que él me mandó esto y todavía después me deja ciega. Con lo que a mí gustaba leer, bordar, hacer crochet.
Yo no creo en nada más, no puedo…
Dorotea está siendo tratada de su depresión pero reconocen que en estos casos, poco o nada puede hacer la psiquiatría clásica. La problemática es muy compleja porque a muchos la institución los salvó. Pero a otros les quitó el mundo y - ¿Cómo se reinserta a esa gente en la sociedad, si hace cincuenta años que están internados? Se pregunta
- Lo cierto es que todo lo que desde la salud pública les podemos dar, se los quitamos primero. Son comprensibles los arrebatos, los enojos de algunos pacientes. Este Hospital es su casa, su familia, su oficio, su torta de cumpleños, su cena de navidad y también su verdugo. Ese posicionamiento dual y tan extremo de la institución, mina los planes de reinserción desde sus cimientos. Toda la plantilla médica del hospital es conciente de esta situación. Nos manejamos con ciertas consideraciones, el lugar, su historia lo amerita.
Un cartel blanco y azul indica el camino a seguir para llegar al cementerio. Hay que caminar algo más de un kilómetro por camino de tierra. Lo limita y delimita hacia el norte el Río Cascallares, única vía de escape para muchos durante años. De momento, hay 93 tumbas, no nichos, tumbas como las de las películas. Todas con sus respectivas lápidas de cemento y placas de acero cromado. Los epitafios no varían demasiado, es que a los muertos del Sommer, los honran sus pares. En su mayoría están firmados por
Es realmente fácil ganarse la amistad de estas personas, irradian afecto, como si todos estos años de reclusión forzada lo hubiesen estado conteniendo. Me despedí de todos los que pude y me prometí, les prometí, volver para la re-inauguración de la peña folklorica “
Me fui con el convencimiento de que a estas personas se las debe escuchar muy atentamente interviniendo lo menos posible, básicamente porque no hay parámetros compartidos. Yo pude estremecerme con algunos relatos y quedar al borde del llanto con los silencios de Dory pero, cómo darle real dimensión (no hablo sólo de empatía). No poder olvidar las tragedias individuales me llena de angustia, pero me pone más cerca de ellos.
Gabriel Ciccarelli
Mar infierno
Juicio político al vizconde Hugues Duroy de Chaumereys, Capitán de la fragata real francesa Medusè.. Extracto de la declaración de Phillip D’Anrevs, tripulante de la fragata:
(…) Éramos 147 almas a bordo de una balsa improvisada con los restos del navío. Dos horas después de haber subido a ella, ciento cuarenta y siete pares de ojos vimos, presas del terror, cómo las amarras que nos conectaban con la salvación de los botes dejaban de estar tirantes y se convertían en meras sogas que serpenteaban a medida que las recogíamos desde la balsa. A lo lejos, nuestro capitán, ese canalla que hoy debe soportar este juicio, se iba con nuestra esperanza de ser rescatados y nos dejaba con una caja de galletas y sólo tres cascos de vino.
Cuatro o cinco hombres se arrojaron al agua, aterrados con la idea de permanecer a la deriva. No volvieron. De los que quedamos en la balsa, el primero en caer fue Phillip, un oficial que se había desesperado cuando vio alejarse al capitán. Enloqueció horas más tarde. Se tiró de la balsa e intentó seguirlos a nado después de que ya hubiésemos perdido de vista los botes salvavidas. Después de un tiempo no lo vimos más en el agua.
Pasaron tres días. Nuestros estómagos eran una sinfonía desafinada. El hambre gritaba desde que la única caja de galletas que habíamos rescatado de la fragata se había esfumado durante las primeras veinticuatro horas. Tres hombres habían tomado el camino fácil: sus cuchillos los llevaron a un mejor lugar. Un viejo se lamentaba de su larga vida cuando vimos en el horizonte un triángulo que se movía. Ninguno de nosotros quiso siquiera decir en voz alta lo que la mente gritaba. Nos quedamos quietos y en silencio, incluso los que se habían ofrecido a tirarse al agua para empujar la balsa a medida que nadaban. Cuando desapareció la silueta, fueron subiendo a la balsa de a uno por vez y lentamente.
Entonces desapareció Jean, que esperaba su turno para subir. Detrás de él quedó el eco de su grito y una mancha de sangre. Los demás se apuraron en subir, pero algo empujó la balsa y varios caímos. Nos aferramos a la madera y nos desesperamos por volver a subir. Los que habían permanecido arriba nos intentaban socorrer.
El tiburón tuvo su festín esa tarde. Ninguno de nosotros volvió a moverse durante esa noche ni tampoco al día siguiente. Quedábamos no más de noventa hombres.
El sol del cuarto día se levantó demasiado naranja, enfermo. No llegó hasta el mediodía y las nubes cubrieron el cielo. Esperamos el agua salvadora de cuatro días de sed. Jamás llegó. Siete hombres se suicidaron en menos de cincuenta horas. Algunos por temor al tiburón, otros de la desesperación. Ninguno de los que sobrevivíamos quería hacer un recuento de los que quedábamos.
Al día siguiente, la sed se convirtió en algo imposible de seguir soportando. Fue entonces cuando el ingenio del geógrafo del barco, Alexandre Corréad, nos sugirió la más atroz de las ideas hasta el momento. Y digo hasta el momento, porque luego tendría otra aún peor. Era una tortura sabernos rodeados sólo de agua y que no pudiésemos beberla. Corréad recurrió a la mezcla de ese mar salado y nuestra propia orina. Así nos mantuvimos durante los siguientes días.
Una semana y varios desmayos después, el monstruo blanco volvió a aparecer a lo lejos. A mi lado, Corréad lo señaló y me susurró: “el tiburón”. Me incorporé a pesar del dolor de las quemaduras por el sol. La piel me tiraba, resquebrajada por la sal seca que se había pegado a mi cuerpo. Y allí mismo se produjo la rebelión.
El centro de la balsa se volvió el sitio más codiciado. Era algo evidente: cuanto más alejado del agua, más seguro se encontraba uno. Pero la lógica del tiburón era especial. Cuando se acercó, pegó en todas partes, arrojando al agua a muchos. Mientras el monstruo marino embatía nuestro improvisado navío, arriba se sucedían las luchas por sobrevivir. Una especie de guerra civil.
Todos contra todos, la supervivencia del más fuerte. Entonces algunos desenfundaron sus armas y arremetieron contra los que osaran quitarles el centro de la balsa. La lucha se cobró otras cuarenta vidas. Algunos cuerpos cayeron al mar, distrayendo y contentando al tiburón. El resto quedaron esparcidos sobre las maderas sobre las que flotábamos.
Entonces Corréad y Henri Sivigny, el cirujano, tuvieron la otra idea que marcaría nuestras vidas, como si no hubiese sido suficiente con lo que habíamos vivido desde el momento del naufragio. El hambre ya era atroz. Algún loco por la insolación sugirió matar al tiburón, pero éste ya se había alejado. Además, no nos quedaban balas. No sabíamos cuánto más estaríamos a la deriva en aquel interminable universo marino.
Cortaron en tiras la piel que le sacaron a los cadáveres. Sivigny sabía cómo despellejar un ser humano de manera tal que la piel se volviera lo suficientemente fina como para que el calor del sol la secara y la pudiésemos ingerir. Algunos se negaron a la práctica canibalística. No puedo culparlos, siguieron fieles a sus principios hasta que murieron famélicos. Los que sobrevivimos sabíamos que nos habíamos convertido en monstruos.
La antropofagia, el pecado, el sacrilegio. Sin embargo, debo decirles que estábamos seguros de que el infierno no nos esperaba, el infierno era aquéllo. Dios nos había olvidado en altamar y el diablo estaba de parte de Chaumereys. Estábamos abandonados a nuestra propia suerte. ¡Y vaya que era una pésima suerte!
Corréad gritó cuando vivíamos el noveno amanecer. En el horizonte había otra fragata, parecida a la que nos había llevado a la calamidad que estábamos sufriendo. Nos desesperamos, gritamos con lo poco que quedaba de nuestras fuerzas. ¡Parecía como si supieran lo que nos había sucedido y lo consentían! ¡No volvieron! ¡Nos ignoraron como horrorizados de rescatar a la plebe que merecía aquel castigo!
Los últimos tres días hoy son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Sólo vuelve a mi memoria el último. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero sentí que era el único que podría hacerlo. La desesperación me llevó a buscar la puerta del infierno que nos llevara a la vida nuevamente.
Agité mi camisa, lo que quedaba de ella, desesperado. No me veían, no giraban. Sentí que una mano sujetaba mi pie y volví mi cabeza hacia el piso de la balsa. Baptiste, un viejo tripulante, me miró. Sus ojos ya estaban sin vida, sin fuerza alguna. Cayó su cuerpo y su cabeza pegó contra la madera húmeda. Me volví nuevamente hacia el horizonte donde se dibujaba la silueta de la esperanza. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó en sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estaban débiles, todos lo estábamos. Pero logramos que mi camisa hecha jirones flameara más alto todavía.
Y entonces lo vimos. Tres hombres se arremolinaban en el piso de la balsa, luchando con todas sus fuerzas contra la muerte. Las lágrimas se agolparon en los ojos de mis elevadores y en los míos. Unos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraban los ojos para no ver la realidad. Todos ellos me escucharon decir: “El carguero ha virado hacia aquí”.
Una eterna agonía
Me encuentro rodeado de terroríficas imágenes que sobrevuelan mi existencia, poco a poco dejo de sentir la densidad de mi cuerpo. La tonalidad de los colores es ahora confusa e ininteligible, a mi alrededor todo se mueve con una lentitud extraña.
Estos eternos días de naufragio borraron cualquier momento de felicidad vivido. En mi mente, la crueldad humana y la de la naturaleza misma son todo cuanto puedo recordar; como si hubiese nacido en esta balsa con el único fin de perecer, y de una forma espeluznante.
Siento que a esta altura de las circunstancias un frágil hilo es lo que me une a esta tierra, tan maravillosa y perversa. Hay tantas cosas que me quedan sin realizar, tantos anhelos, tantos sueños, tantos proyectos; y el solo hecho de pensar que gracias a la crueldad y a la bajeza humana más profunda todo esto no va a poder ser, es algo que me atormenta como ninguna otra cosa me ha atormentado en la vida.
Es llamativa la displicencia con la que una persona puede disponer de la vida de los demás como si fueran simples animales enviados a un matadero. Soy conciente que a lo largo de la historia de la humanidad sobran los ejemplos de personas (si es que pueden ocupar esta categoría) que con la misma naturalidad con la que visten y desvisten su cuerpo han decidido de manera categórica la continuidad o discontinuidad de la existencia de seres de su misma raza, y este naufragio es puramente producto de hombres así.
Todavía puedo recordar Aix, ese pequeño paraíso terrenal, ese jardín en miniatura repleto de naturaleza y libertad; libertad que perdimos en el preciso momento en que decidimos abordar La Medusa para dirigirnos a las posesiones francesas en el África occidental. Cómo desearía no haber subido nunca a ese barco.
Tanto mi padre como yo estábamos muy entusiasmados con la propuesta que habíamos recibido hacía ya tres meses de parte de un puñado de funcionarios ligados a Luis XVIII y contrarios al régimen napoleónico, que son los mismos que ante el naufragio ocuparon los primeros lugares en los escasos botes de salvamento de la embarcación. Gracias a ellos en definitiva es que soy presa del delirio y la alucinación.
Mi padre siempre me enseñó que la esperanza es lo último que se pierde, que hay cosas que nos superan a nosotros mismos y que vale la pena luchar por esas cosas, pero a decir verdad creo que lo que vivimos en estos días le quitó todas las esperanzas de tener una vida mejor, más plena, más justa en todo sentido.
Su rostro sin expresión mira hacia el horizonte como pidiéndole a fuerzas misteriosas que acaben lo más pronto posible con este calvario. Creo que mi presencia en la balsa es el único motivo por el cual todavía no ha decidido entregar su vida, quizás con su actitud quiere darme el último gran ejemplo de lucha frente a la adversidad, aunque más que el deseo de supervivencia es la desesperanza la que ha invadido su voluntad.
Cada tanto abro los ojos esperando que todo sea una horrible pesadilla, pero la realidad está firme ahí, y más latente que nunca. Decenas de cuerpos amontonados unos contra otros, vivos y muertos, hombres, mujeres y niños, algunos gimiendo de dolor, otros derramando lágrimas suplicantes y algunos entregados a la desesperanza, inmóviles aguardando su final. Los segundos son agujas clavándose en mi piel, el día y la noche sinónimos en el sufrimiento; y la luna y el sol testigos de una tragedia que pudo ser perfectamente evitada de haberse querido. Pero ya no hay lugar para el lamento, soy resignación. Todo mi ser acepta la verdad que me toca vivir y vive una verdad por la que ruega morir.
Los males de mi cuerpo abandonan sutilmente su flagelo, mis quemaduras reciben la sorpresa de una fresca brisa no generada por el viento. El mar, antes bravo y en constante acecho, ahora mece mi cuerpo cariñosamente y me envuelve en un mágico sueño del que nunca querré despertar.
Mis ojos no desean volver a ver, ni mis oídos a oír, no hay aromas que seduzcan mi olfato ni deseos que inspiren el latido de mi corazón. El cielo, el mar, las montañas, el amor, la gloria, el poder son nada ante el fervoroso afán de partir a tu lado. No hay otro deseo, no hay otra plegaria ni otra solución, mis esperanzas no consisten en un milagro que me permita seguir respirando, sino en dejar de hacerlo.
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Las plegarias fueron escuchadas, mis gritos ahogados por el dolor, los huesos entrelazados lacerando la carne, los músculos desgarrados, el agotamiento atroz, un miedo que hace rechinar los dientes, el punzante tormento del hambre solo superado por la implacable sed que trastornaba mi razón, al fin conmovieron a la parca. Tanto huí de ti en estos años, tanto temí encontrarte y ahora que me vienes a buscar tu dulce figura es gratamente bienvenida. Bendigo tu piedad y la de quienes te enviaron, soy felizmente tuyo. Nada me ata a este mundo más que el pavor de seguir un segundo más perteneciendo a él.
El renacer fue hermoso. Mi espíritu abandonó suavemente su anterior morada, y ahora flota y se eleva libremente. Como por reflejo, toma distancia rápidamente del lugar donde pasó sus últimos momentos para después detenerse a contemplar la pintura que iba a dejar atrás.
Mi cuerpo vacío. La balsa, su condenación; el mar, su tumba, injusto final para su juventud que tanto tenía por delante. Sin embargo no ocasiona en mí lastima alguna, soy feliz. Solo la figura de mi padre conmueve aún mi esencia. Allí, aferrado a mí y llorando desconsoladamente, déjame ir ya padre y aléjate tú también, sigue mi camino, que mis pasos guíen los tuyos por un sendero de rosas y jazmines, toma mi mano y recibamos juntos como premio la ambrosía. Comamos de ella y brindemos luego con el elixir de la gloria para finalmente descansar en paz por siempre.
Rodeando la silueta de mi progenitor, más de un centenar de almas claman por piedad, por justicia, por algo que nunca recibirán, al menos de las manos de los aristócratas pudientes que las abandonaron a una muerte segura y terrible. Un grupo de ellas, avocadas al solo afán de sobrevivir, empeñan su ser y se sumergen en la antropofagia, respaldados por la superioridad que por simple azar recibieron de la naturaleza.
La degradación del hombre a un estado inferior de salvajismo e irracionalidad se hizo patente y latente en esta travesía por el desconcierto y la desesperación.
Cuando uno se encuentra en condiciones infrahumanas de supervivencia comienza a actuar como un verdadero animal. Ruego a mi Dios el perdón por las atrocidades cometidas por todos nosotros y anhelo su misericordia teniendo en cuenta los padecimientos a los que nos vimos expuestos luego del fatídico día en que La Medusa se hundió.
De manera ruin y divertida solo para sí mismo, el viento incita a la vela a impulsar a la barca en dirección contraria a la única y lejana ilusión de ponerse de una vez a salvo. Con ojos desahuciados y el alma en vilo, suplican a los cielos salir ilesos de la tragedia.
No rueguen por continuar en el calvario de la vida, guarden sus plegarias para limpiar sus miserias y las de aquellos que aman. Cuando estén aquí usen sus palabras para implorar justicia frente a los que hicieron de nuestros últimos días la más dolorosa de las agonías. Aquellos que con tanto egoísmo son capaces de perder su humanidad por vivir, sepan que solo vivirán para morir y el naufragio de su alma por océanos de sangre y corrupción tendrá como único destino el infierno.
Laberinto
y a dónde voy?
siempre voy a buscar lo que es mío
aunque el planeta termine en un circulo:
el final es en donde partí.
(La renga)
Salir, escapar, huir. Muchas son las maneras en que podemos nombrar la posibilidad de irnos de nuestro lugar, dejarlo todo atrás para correr en busca de… Miles de umbrales y de fronteras que nos rozan los hombros, la cara, las rodillas. Abrimos la puerta del laberinto y como en un sueño, del otro lado, estamos en la habitación inicial, nuestro punto de partida.
Una tarde estaba aburrida, prendí la tele. Click, click, click, click, click, click, click, así 78 veces. Un click por cada canal aburrido que aparecía en la pantalla. Zapping. Estar en todos lados y en ninguno a la vez: me canso, cambio, miro otra cosa. ¿Nada interesante? De nuevo empieza el proceso, empiezo por cualquiera, el recorrido es limitado y vean cómo, una vez que arranqué, vuelvo al mismo lugar.
Escapar, huir, desertar. Insatisfecho, Christian cerró la puerta del cuarto y se dedicó un rato a simular que la quería. Muy distinto que con Gaby, pensó, nada que ver con los martes y domingos. Claro, eso fue así hasta la mañana en que se dio cuenta que era jueves sólo porque anticipaba la visita de ella. El hábito y las ganas eran uno, de nuevo. Las aventuras también se le hacían rutinas.
Huir, desertar, fugarse. Un Adolfo adolescente partió de su Alemania natal hacia Austria. Sin mucho que hacer, aprovechó su tiempo y se empapó con las teorías nacionalistas pangermánicas y antisemitas. Para evitar que lo reclutaran en el servicio militar multiétnico de Austria-Hungría, marchó hacia Alemania. Allí lo apresaron y lo inscribieron a la fuerza. Su pie plano lo salvó. Eso sí, una vez que estuvo nuevamente en Alemania, esto sería alrededor de 1914, se presentó como voluntario y el ejército lo recibió con los brazos abiertos. Hitler quiso escapar, alguna vez.
Desertar, fugarse, escabullirse. Meterse en una biblioteca y salir corriendo con un mapa bajo el abrigo: tal vez robemos mapas porque buscamos un hogar, opina Harvey. Quizás seamos cruzadores de fronteras compulsivos y tengamos que correr siempre, correr como si la vida dependiera de ello y por un segundo sólo nos concentráramos en respirar. Me voy a vivir al sur. Mañana, hoy tengo planes.
Fugarse, escabullirse, pirarse. Ensayos de locura. Una mujer cree que es mariposa y en un batir de alas desata un tornado. Si miramos de cerca vemos que es su marido que la golpea con el cinto, mientras ella cree que sus moretones son reflejo de su intento por salir de su capullo. Los chicos, en el rincón, lloran. Son pajaritos. Hasta que se seca las lágrimas.
Escabullirse, pirarse, desaparecer. Actos de magia en Argentina, 1978. Con ustedes, ¡el teniente general! Se acerca, con pompa y solemnidad, con cobardía y ceguera, golpea a sus puertas y un momento después ustedes son una foto, una pancarta, un pañuelo blanco, un grito de justicia. Pero, ¿dónde están? ¡En Europa!
Pirarse, desaparecer, esfumarse. Me prendo fuego y me hago humo. O me hago líquida dentro de mis venas. Una vez Lennon me cantó she was a day tripper, one way ticket yeah! Y yo, que le creía, ví en el polvo, en la pastilla, en la yerba, un otro lugar, mágico, fantástico, donde todo me daba risa, era el mundo del revés. Ahí encontré a la mujer mariposa. Nos matamos de risa en el living de mi casa. Después comimos pastrafrola. Nos miramos y no nos reconocimos. Le recriminé a Lennon que su viaje de ida no anunciaba la vuelta.
Desaparecer, esfumarse, evadirse. La realidad alternativa, el delirio místico. Sentada en con las piernas cruzadas, SA TA NA MA, buscaba Mariela el nirvana. Arrodillado en el banquillo del confesionario, Juan se persignaba y le contaba al cura cómo había mentido a su familia sobre su otra familia. Sentado del otro lado de la delgadísima pared de madera, el cura se sonreía pensando en sus propios pecadillos. Diez Padre Nuestro, diez Ave María. Lo absolvió y quedó libre de todo pecado: reset, vuelve a empezar.
Esfumarse, evadirse, retirarse. El camión se hace a un lado y se queda en la tercera trocha, deja pasar a los demás y por un momento está aliviado: no corre al mismo ritmo que los maníacos de la ruta. Mira el paisaje y sueña que frena, aprieta el acelerador y de nuevo llega a 140km/h. Fin de la tercera trocha: ahora sólo distingue la chapa del micro de adelante. Hay que llegar
Evadirse, retirarse, ausentarse. Doña Tota a veces pierde las llaves, a veces no reconoce a Sarita, su hija, a veces deja el gas abierto, a veces se confunde y compra dos veces lo mismo, a veces no dice que se siente sola. Pero cuando la memoria vuelve, cuando el termina la lucha entre su pasado y su presente, se acuerda de cómo Héctor la engañaba y llora. Se queda Doña Tota sin lágrimas y vuelve a olvidar. Bendiciones de la vejez, quizás. Como apretando un switch, Doña Tota va y vuelve.
Retirarse, ausentarse, abandonar. Si entráramos en puntas de pie a la habitación lo veríamos leyendo y cabecear hasta que al fin escucharíamos ronquidos, debe estar soñando con el viaje de este finde. El libro le taparía la cara. Taca-taca, taca-taca, taca-taca. Misma hora, en otro lado de la ciudad. Si agarramos unos papeles y entramos disimuladamente, escucharíamos el ruido de las teclas golpeadas por los dedos. Por algunos dedos. La pantalla titilante sería silenciosa. Absorta a los gritos que se escuchan en la oficina, siguiría escribiendo hasta llegar al punto que indica el fin del párrafo. Recién ahí reconecta. Se pararía para servirse un café. Se juntaría en la cocina con las compañeras. Gritaría ella también.
Ausentarse, abandonar, salir. Sábado. Salen a las 7am, igual que cualquier otro día de semana. Horas en la ruta. Salir de la ciudad para encontrar el campo. Comer asado, dormir la siesta. Salir de la ciudad para encontrar un paraíso a un par de kilómetros de Buenos Aires. Respirar media hora de aire verde y volver.
A veces vuelvo, porque casi nunca me fui o porque salí a dar una vuelta agotadora que sólo me trajo al punto de partida.
Anahí Bravo Mariani